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Fallen angels: cócteles de neón y soledad | Le Cinéma Sauvage #02

fallen angels cocteles de neon

Le Cinéma Sauvage #02, una columna de Cristian “Lítost” Gutiérrez


Hay quien dice que los hongkoneses son como los bananos: amarillos por fuera, pero blancos por dentro. Lejos de este chiste racista, inventado aparentemente por los propios chinos, no hay que indagar mucho para darse cuenta que este territorio, dominado gran parte de su historia por el capitalismo británico, tiene tanto de asiático como de occidental. Es a partir de esta exquisita mezcla de culturas que surge Wong Kar Wai, un visionario que impactaría el cine hongkonés y asiático en general con su atrevida combinación de estilos.

Wong nació en Shanghái, migrando a Hong Kong a la corta edad de cinco años. Como si no fuera suficientemente representativo este precoz cambio de ambiente, tuvo que enfrentarse a crecer en un territorio cuya lengua no conocía. Es a causa de este distanciamiento con el lenguaje que el director descubrió en el cine una forma de comunicarse sin expresar palabra.

Apartado del panorama cinematográfico ya establecido en Hong Kong, tan lleno de disparos y peleas absurdas, Wong Kar Wai funda en su segunda película, Days of being wild, el estilo que lo llevaría al estrellato por el resto de su carrera: el cineasta combina el modelo clásico de narración occidental, con el silencioso desarrollo visual que ofrece el cine asiático. Películas más tarde, Quentin Tarantino descubriría su obra, y a través de Chungking Express, Wong se daría a conocer en el mundo occidental. Pasada la euforia de su expansión comercial, el director crearía la que es probablemente su obra más experimental, y a su vez, la más subvalorada: Fallen angels.

Tomando como partida un boceto que no logró desarrollar en su anterior filmación, el hongkonés nos presenta dos historias que se entrelazan. Por un lado, tenemos a un asesino a sueldo y su socia, la cual se encarga de trazar los planes y dejar el panorama dispuesto para que el primero lleve a cabo su espectáculo; ambos no se conocen, y es a partir de esto que se crea un juego erótico, en el cual el otro, aquel enigmático compañero de trabajo, resulta ser un sujeto fascinante, idealizado a partir del propio desconocimiento; todo esto desencadena en una iniciativa del asesino por dejar de lado esta labor, idea alrededor de la cual gira la historia. En el otro lado tenemos una historia un tanto más fresca, cómica y carismática, presentándonos a un inquieto joven mudo, que se dedica a asaltar tiendas ajenas en la noche, obligando a los transeúntes a ser partícipes de sus peculiares faenas.

Aunque, más allá de las acciones que estos personajes llevan a cabo a lo largo del filme, el director desarrolló esta película a partir de uno de los sentimientos más profundos que existen: la soledad. Ladrones, asesinos a sueldo y gente de común, todos se encuentran sumidos en una misma sensación, aquella de sentirse acorralado en la ciudad del consumismo y el neón. Para esto, Wong Kar Wai cuenta con la ayuda de su fiel amigo, el director de fotografía Cristopher Doyle, construyendo ambos a partir de sus peculiares miradas del mundo, imágenes llenas de luces y colores, neones desbordantes que se ciernes sobre los personajes y reflejan el encerramiento de los mismos. Abundan en la cinta planos inclinados, que no expresan incomodidad sino arrinconamiento, transmitiendo al espectador el sufrimiento de personas que, rodeados de cuerpos, se perciben solos y desesperados.

La película avanza y los giros de trama son pocos. No obstante, logramos mantenernos pegados a la pantalla gracias a los sentimientos que transmite. Fallen angels es una película que no pretende contar una historia, sino transmitir una sensación, y es por esto que el ambiente logra mantenerse tenso a pesar de que la trama se sienta estancada; el espectador percibe que la carga de emociones de estos personajes va a explotar en algún momento, sin embargo, como sucede habitualmente en el mundo real, estos sentimientos se mantienen ahí, carcomiendo el interior del afectado.

Como es usual con este director, la película tiene un final agridulce, además de abierto, en el que ambas historias logran por fin cruzarse de manera directa. Dos de nuestros protagonistas pasean a larga velocidad en una moto durante los últimos segundos del metraje. La carretera está vacía, el neón como elemento representativo de la soledad se refleja en sus caras. Viajan a toda velocidad, y sus corazones están destruidos, agobiados por la carga de emociones que han tenido que sufrir. Sin embargo, justo en ese instante, acompañados por el viento invernal que les azota, sus almas encuentran un pasajero regocijo, y como un ángel caído que halla un poco de paz, la protagonista lanza al aire una última frase: “El trayecto no es largo, y pronto me bajaré, pero me siento tan bien ahora mismo”.