Después de la pantalla #10, una columna de Diego Maenza
Tras la glacial desesperanza de la Trilogía de Europa, Lars von Trier parece dar un giro hacia lo emocional. Pero solo lo aparenta. Con Rompiendo las olas (1996), el director danés inaugura su llamada Trilogía del corazón de oro, y lo hace con una película que finge hablar de bondad, fe y sacrificio, pero desde un lenguaje cinematográfico que hiere y desarma.
Estamos ante la historia de Bess McNeill, interpretada con brutal ternura por Emily Watson, una joven escocesa de una ingenua pureza, y profundamente religiosa, que se casa con un forastero, Jan (Stellan Skarsgård), trabajador de una plataforma petrolera. Lo que comienza como una historia de amor fervoroso se transforma rápidamente en un descenso agónico hacia el sacrificio absoluto, cuando Jan queda paralizado y le pide a Bess un acto impensable: tener relaciones sexuales con otros hombres y contarle los detalles, como forma de mantener vivo su amor.
A primera vista, Rompiendo las olas se presenta como una historia de amor extremo. Pero ya iremos viendo poco a poco que el amor, en el universo de von Trier, está atravesado por dolor, sumisión y la trascendencia por vía del sufrimiento. Cabe destacar que Bess se nos presenta como un personaje arquetípico dentro de la trilogía: la mujer pura, ingenua y generosa, que será llevada hasta los márgenes de lo tolerable (y lo moral) por su entorno y por las exigencias de los otros, pues en este relato, la fe no es fuente de consuelo. Es un vínculo áspero con una divinidad que nunca responde. La comunidad calvinista que rodea a Bess funciona más como maquinaria de represión que como red de contención. Von Trier, que siempre ha tenido una relación conflictiva con lo religiosos, nos muestra aquí cómo la fe puede volverse instrumento de autodestrucción, especialmente cuando se vive desde la culpa y la obediencia ciega.
Bess no es simplemente una mártir. Su aparente locura (hablar con Dios, asumir las palabras de los otros como mandato divino) es, al mismo tiempo, resistencia y sumisión. ¿Estamos ante una santa, una mujer mentalmente inestable o una víctima del fanatismo? El cineasta se cuida de no dar respuestas. Y así debe ser.
Rodada con cámara en mano, luz natural y un estilo semidocumental, la película se inscribe estéticamente en lo que luego será el Dogma 95. Sin embargo, von Trier no renuncia por completo a la estilización: cada capítulo está separado por interludios musicales (con temas de David Bowie, Leonard Cohen o Elton John) que contrastan con las imágenes estáticas y pictóricas de los sobrecogedores paisajes escoceses. Esa ruptura con el realismo puro anticipa lo que vendrá al final de la película: un cierre abiertamente simbólico y casi místico, que eleva la historia a una dimensión alegórica que remite brevemente al estilo de Win Wenders.
Con Rompiendo las olas, von Trier comienza una trilogía centrada en la bondad femenina llevada al extremo. Le seguirán Los idiotas (1998) y Bailar en la oscuridad (2000), todas protagonizadas por mujeres inocentes y devotas que sufren la explotación o incomprensión del mundo que las rodea. En cada una, la protagonista actúa “con el corazón de oro“, pero su bondad no las salva: las condena.
Decir que ver Rompiendo las olas será una experiencia que desgarre y deje cicatriz, sería un lugar común. Este film no está hecho únicamente para emocionarnos o perturbarnos, también para que reflexionemos sobre la naturaleza de la fe, la culpa y la redención. Es una película que incomoda por su franqueza emocional, pero también por su ambigüedad ética. Von Trier no nos ofrece una lección, sino una pregunta difícil de responder: ¿cuánto dolor puede soportar el amor verdadero? ¿Y en qué momento el sacrificio deja de ser virtud para volverse enfermedad?
Bess McNeill no se parece a nadie que hayamos conocido, y sin embargo, su búsqueda de sentido en el sufrimiento resuena con algo profundamente humano. Quizá sea por eso que, tras esas simbólicas y enigmáticas campanadas finales, sigamos pensando en ella. Porque, como toda gran protagonista trágica, Bess no se va. Permanece más allá de la historia, resonando en la conciencia del espectador, allí donde lo humano se enfrenta a sus límites más extremos.
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