Fragmentos de líneas fantasmagóricas #04, una columna de Juan García Hernández
En esta ocasión, nuestro esfuerzo descansa en problematizar sobre la escritura en virtud de una serie de planteamientos de Vilém Flusser, con el fin de entender el acto de escribir como un gesto, para lograrlo partimos de la siguiente pregunta; ¿aún es posible escribir en la era de las máquinas?, conviene advertir el contexto sobre el cual surge aquella pregunta, pues por un lado supone la caracterización de nuestro tiempo como un presente “maquinal” y por otro la fijación de la escritura como una actividad que corre el peligro de no concretarse. Dicho esto, trataremos de estructurar nuestra reflexión bajo tres momentos, primero, vamos a centrarnos en el sentido de la palabra gesto, posteriormente revisaremos un par de concepciones en torno a la escritura y, por último, vincularemos nuestros avances respecto al lugar que ocupa la máquina de escribir en nuestra sociedad contemporánea para asistir al modo en que el pensar y escribir se anudan entre sí.
En la medida en que nos cruzamos con otras personas, es común registrar distintas formas en las que depositamos intenciones o hechos, gracias al movimiento de las partes del cuerpo, por ejemplo, cuando saludamos a alguien a la distancia generalmente levantamos nuestras manos para comunicar que notamos la presencia de la persona vista, o cuando escuchamos la opinión de alguien y movemos el cuello para demostrar nuestra aprobación ante lo dicho, en ambos casos los movimientos que registramos pueden definirse como un movimiento de nuestro cuerpo que expresa y transmite un determinado mensaje, ya sea una aprobación o un reconocimiento. Sin embargo, el gesto es más que eso, pues a todo gesto le acompaña un determinado significado, y la mayoría de las veces lo comprendemos por ser una convención, imaginemos que saludamos a un extraterrestre tal como saludamos a otro ser humano en la Tierra, probablemente este gesto no será comprendido por la entidad alienígena, o al menos en la primera ocasión ya que después de múltiples ocasiones quizá la repetición pueda denotar algún significado. Ahora bien, el gesto ha pasado de una dimensión cotidiana a una dimensión temática, al momento de preguntarnos por su definición, sin embargo, por mucho que intentemos definir al gesto y explicar sus causas, de algún modo se nos escapa de entre las manos la pregunta ¿qué es un gesto? ante esta dificultad Flusser propone la siguiente; “movimiento del cuerpo o de un instrumento unido a él, para el que no se da ninguna explicación causal satisfactoria”[1]
Pero, seguir al pie de la letra lo enunciado por Flusser, nos conduce a la inevitable interrogante, ¿por qué un gesto no puede tener una explicación causal satisfactoria?, para no claudicar tan pronto en nuestra meditación diremos que un gesto se torna problemático cuando este se inserta en la cotidianidad asumiendo un rol de representación simbólica específica. Al respecto, el filósofo nacido en Praga nos advierte;
“[….] acordamiento es la representación simbólica de acuerdos por medio de gestos […] los acuerdos pueden exteriorizarse a través de una pluralidad de movimientos corporales pero que se expresan y articulan a través de un juego de gestos llamado acordamiento, porque así se representan”[2]
Al seguir la tesis de Flusser, podemos establecer que estudiar y preguntarnos por los gestos, implica de entrada reconocer aquella pluralidad de movimientos corporales que se anudan entre sí para dar paso a un juego denominado acordamiento, y una vez que alcanzan la representación simbólica, de algún modo nos vemos atrapados en una comprensión relativa que garantiza un sentido.
En lo que sigue trataremos de mostrar que la escritura puede ser considerada como un gesto tal como lo ha referido el filósofo de origen checo, sin embargo, no podemos avanzar sin antes haber recorrido al menos una perspectiva de la escritura. Cuando Rousseau publicó el Ensayo sobre el origen de las lenguas, no solo abrió la pregunta por la lengua sino también por el acto de escribir, para el pensador francés aquel acto era otro medio para comparar lenguas y en efecto, las culturas con una escritura alfabética se distinguen de las que se sirven de pictogramas, no obstante la distinción no radica en si una u otra es más antigua o si una es más o menos civilizada como pretendería Rousseau, en cambio la distinción a nuestro juicio radica en la posibilidad de que la segunda describe relaciones y no solo denominaciones, pero en el fondo ambas tipos de escritura “que al parecer deberían fijar la lengua, es precisamente lo que la altera […] reemplaza la exactitud por la expresión. Uno comunica sus sentimientos cuando habla, y sus ideas cuando escribe”[3]. En consecuencia, podemos atisbar que, para el autor de Emilio, escribir significa exactitud y se vincula directamente con el ámbito de lo inteligible, esta definición preliminar mantiene una distancia respecto al hablar, el cual tendría por fin comunicar y expresar.
Sabemos que la escritura nos acompaña desde infantes, y la hemos vinculado como una actividad que nos permite moldear y construir, en la medida en que añadimos algo sobre un soporte o superficie, lo añadido pueden ser trazos o letras, independientemente de esta afirmación aquel acto que realizamos cuando escribimos nuestras primeras letras es claramente irruptor. Conviene decir, que esta irrupción se constituye por varios factores, desde el soporte físico, el instrumento, el signo, las reglas ortográficas, el mensaje, entre otros. Estos factores con el paso de la historia occidental se han podido “dominar” a tal punto que la tesis de Rousseau es válida, toda escritura implica exactitud, si ahora mismo escribiera lo siguiente; eirodsepseep, ningún lector podría decir que esta palabra cumple con las reglas gramaticales, pues quebranta el sistema marcado por la lengua española, ¿qué significa?, nada concreto, lo que hice fue teclear los botones de mi ordenador de manera azarosa. Aunque no hay duda de que tal palabra es irruptora no solo por estar escrita sino porque dificulta nuestra lectura lineal, por tanto, cambiar o alterar dicho carácter lineal nos traslada a un cambio mínimo de nuestro ser en el mundo, por eso los caligramas, la poesía concreta y en general las experimentaciones poéticas de corte visual, son tan sugestivas y estimulantes porque trascienden la dimensión de lo lineal y exacto propio de la escritura, pero ¿qué permitió semejante cambio?
Las máquinas de escribir seguramente son las máquinas más problemáticas del siglo XX, pues no solo transformaron la manera en que se escribía, sino que también abrieron nuevas formas de irrumpir sobre la página en blanco, estas máquinas vinieron a imponer un orden más exacto sobre los factores de la escritura, pero también invirtieron el orden de la exactitud, y nos orillaron a pensar de otro modo. Nietzsche fue testigo de este mecanismo cuando en:
“1882 compró una máquina de escribir la Writing Ball Malling-Hansen, de origen danés. Se estaba quedando ciego y mantener sus ojos enfocados en la página se había convertido en algo doloroso y agotador. Pronto la máquina lo rescató no solo para la escritura, sino que tuvo un efecto más radical; cambio su forma de pensar. “Hasta puede que este instrumento te lleve a crear un nuevo idioma”, le escribió a su amigo, el compositor Heinrich Köselitz, en una carta donde advertía la concisión rotunda de su nuevo estilo. “Tienes razón -le respondió Nietzsche-, nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos”[4]
El anterior pasaje registra no solo la experiencia de un filósofo ante una máquina, sino que pone en evidencia que estos “útiles” generan nuevas formas de pensar, sin embargo, no deja de ser una actitud optimista, si contrastamos este pasaje en relación con la obra de Heidegger, dudaríamos de tal optimismo:
“La máquina de escribir arranca la escritura del dominio esencial de la mano, es decir, del dominio de la palabra. Esta se convierte en algo mecanografiado. […] Una carta escrita hoy a mano es un asunto anticuado e indeseado, que perturba la lectura rápida […] el rasgo de la escritura desaparece de golpe. Las letras son puestas […] esta máquina, operada en la más cercana vecindad con la palabra es en el uso; ella impone su propio uso. Incluso exige que la consideremos, aunque sólo sea para renunciar a ella y evitarla”[5]
Lo que describe el pensador de la Selva Negra, no es otra cuestión más que la época de la técnica, con esta cita comprobamos el rasgo problemático de la máquina de escribir, porque claramente estas máquinas imponen un uso, y esta imposición hasta cierto punto oculta la esencia de la escritura, o sea el manuscrito, lo que da como resultado que ya no podamos dominar a la palabra, pero acaso, ¿dominamos la palabra? Demorar sobre esta pregunta es menester ya que habitamos justamente la era de las máquinas, basta con enumerar los dispositivos que se aglutinan en una sola habitación, hoy quizá ya no tenemos máquinas de escribir como en el siglo pasado, pero contamos con tablets, smarthphones, computadoras, televisiones, etc. Y en todos ellos podemos decir que las letras yacen puestas, y esta disponibilidad emerge a partir de los procesadores de texto, pero ¿en realidad escribimos nosotros o solamente perseguimos las huellas de un algoritmo que ha prensado a las letras, las ha cuantificado y las esconde para que después nosotros vengamos a perpetuar la idea de que el humano ha dominado a la palabra? Quizá.
Entonces, ¿debemos volver a tomar el papel y el bolígrafo para volver a recuperar aquella esencia del escribir?, no necesariamente, más bien tenemos que rehabilitar aquel gesto arcaico de la escritura, independientemente de si las máquinas nos lo impidan, pues en el fondo tal como la historia de Occidente nos revela la escritura es una forma de ordenar, regular y pensar nuestro mundo, y este pensar deviene a partir de un poder que nunca llegaremos a dominar, este poder es el de la Palabra. Y como argumenta Flusser;
“es tan grande que cada una de ellas y sin que yo lo sepa, provoca toda una cadena de palabras diferentes. Contra mí puede alzarse toda una pandilla de palabras y empujarme a pulsar las teclas […] Escribir significa abandonarse al poder mágico de las palabras manteniendo no obstante un cierto control sobre el gesto”[6]
Conservando la fuerza de aquel argumento, tan solo diremos para concluir que el gesto de escribir es una forma de saltar, de irrumpir y transgredir una linealidad, pero todo salto e irrupción es acompañada de una serie de movimientos corporales que por sí mismos alcanzan una representación simbólica, es decir, escribir es pensar y con el afán de validar lo dicho por Flusser, no hay pensamiento que escape del gesto. Por tanto, la necesidad de escribir no es otro asunto más que la necesidad por sostener el pensar, y como todo pensamiento es encarnado también lo escrito toma un cuerpo, probablemente el día de mañana las computadoras no solo sean el lugar de las letras prensadas sino los pianos desde donde germinarán pensamientos auténticos, pues allí donde las teclas se escuchan también se columpia la vida misma.
Referencias
- Abenshushan, V. (2019). Permanente obra negra. México: Sexto piso.
- Flusser, V. (1994). Los gestos. Barcelona: Herder.
- Heidegger, M. (2005). Parménides. Madrid: Akal.
- Rousseau, J.-J. (1984). Ensayo sobre el origen de las lenguas. México: FCE.
[1] (Flusser, 1994, pág. 8)
[2] Ibidem, p. 12. Conviene señalar la dificultad al traducir la palabra acordamiento [Gestimmtheit], pues se trata de una palabra inventada por el autor derivada del participio pasivo de stimmen, más el sufijo heit. Para revisar esta cuestión con mayor cuidado, véase la “Nota a la edición castellana”, en ob.cit., p.7.
[3] (Rousseau, 1984, pág. 29)
[4] (Abenshushan, 2019, pág. 293)
[5] (Heidegger, 2005, págs. 111-112)
[6] (Flusser, 1994, págs. 35-36)
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