Las constantes briagas del abstemio #12, una columna de Juan Rey Lucas
“La locura de los grandes no debe irse”
William Shakespeare
Poeta sempiterno, iconografía del más alto grado de sofisticación de la cultura alemana en el siglo XIX, avant garden al alimón de Hegel, Schiller o Schelling. Friedrich Hölderlin (1770-1843) es considerado, no sin razón, uno de los bardos cuyas ideas y pensamiento, entre el Romanticismo y el Clasicismo, generaron uno de los más hondos cortes en la tradición filosófica y literaria que se gestó a posteriori. Aunque su obra no sólo se compone de copla, podemos afirmar que todo cuanto delineó literariamente se encuentra atestado de una potestad de aedo en que los conceptos de la temporalidad, la preciosidad y la sustancia cobran una sobresaliente importancia.
De catorce años es remitido por su familia al seminario de Denkendorf para que sea instruido en la Teología, con la esperanza de que genere una vocación en su vida al servicio del gnomo. Allí empezó la furia de la escritura, en sus primeras construcciones bucólicas donde, además, se le revelan los libros de Schiller y Klopstock. Paulatinamente, a través de tan insignes lecturas, descubrirá su original predisposición por la letra.
Como redacta en uno de sus esquemas ensayísticos (“El punto de vista desde el cual tenemos que contemplar la Antigüedad”), no tenemos otra elección que aceptar aquello que somos si no quisiéramos ir en contra de los propios daños que eso implica para nuestra existencia, pues lleva avasalladores dolores la falsificación de nuestra identidad. A este respecto, campean dos alternativas: “ser constreñido y hermetizado por lo adoptado y positivo o, con bestial presunción, ponerse a sí mismo, como fuerza viviente, frente a todo lo aprendido, dado, o positivo”.
Termina de completar sus estudios teologales en 1793, aunque nunca hará algún intento por ejercer su licencia en el ministerio sagrado. Al menos, el que se podría esperar. “Ser uno con todo, esa es la vida de la divinidad, ese es el cielo del hombre”, escribía Hölderlin en su Hiperión. Años antes, en 1788, es llevado al seminario de Tübingen, y tras sus primeros inicios en las relaciones amorosas con la joven Louise Nast y la núbil Elisa Lebret, esta última hija de uno de sus maeses; asimismo funda junto a su colega Neuffer el liceo de la “Liga de los Poetas”, mientras solventa su relación con dos gigantes del pensamiento alemán aún en proceso de cincelado: Hegel y Schelling.
Por aquel entonces, nuestro poeta oriundo de Lauffen am Neckar tiene puesto todo su poder de observación y discernimiento en Kant y Rousseau, la Revolución francesa y los antiguos griegos. Como elucida Felipe Martínez Marzoa “Hölderlin no va a la cola de Schelling y Hegel”, como se le pudiera juzgar en un primer instante; empero, es tan sólo el simulacro antes del terremoto por advertirse. Diría el profesor Marzoa: “más bien va por delante de ellos; pero ya está dicho que Hölderlin no será filósofo, sino poeta”. Luis Cernuda le encontraría un destino más implacable para aquel designado por una fuerza tan atroz como delicada: “Hölderlin, con fidelidad admirable, no fue sino aquello a que su destino le llamaba: un poeta. Pero ahí nadie le ha superado en su país, ni en otro país cualquiera”.
En 1795, reunidos bajo la iluminación de Hölderlin a quien acompañan Hegel y Schelling, se manufactura un texto portentoso: el conocido “El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán”, en el que se exhiben las aspiraciones de tres mentalidades prodigiosas, pero, más aún, de tres almas en busca de su propio y singular sentido por una elevación tanto soberana como suigéneris del pensamiento. La tríada se cuestiona: “¿Cómo tiene que estar constituido un mundo para una esencia moral?”, a lo que responden: “Solo lo que es objeto de la libertad se llama idea. ¡Tenemos que ir más allá del Estado! Pues todo Estado tiene que tratar a hombres libres como engranaje mecánico; y esto no debe hacerlo; por lo tanto, debe cesar”.
En su Hiperión, Hölderlin anota: “No sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno”. Tras padecer constantes cuadros de depresión e insolvencias de control mental, se le diagnostica como enfermo mental en un grado ya de degenere crónico. La familia Zimmer lo resguarda en su hogar, en la torre que también le pertenece a la parentela. Ahí pasará los últimos treinta y seis años de su existencia, aunque para definirlo mejor será que ha de pasar la mitad de su vida en ese lugar, tras no poder regresar de la cima. Abrazó la locura en dos de sus formas: la de la poesía y la mental. Las amó y también fue perjudicado. Qué más osadía y magnificencia para una vida siendo como es, así de extensa, de genuina, de aberrante, de temeraria, de brutal. Corrió el peligro que vislumbraba Nietzsche al advertirnos que tuviéramos cuidado de observar al abismo de frente, pues pudiéramos correr el riesgo que el abismo nos regresara la mirada. Hölderlin acepto la mirada de regreso. ¿Qué más logro de tan alta estima se puede crear?
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