F es de Fantástico #30, una columna de J. R. Spinoza
La primera regla que me enseñaron en los talleres literarios fue: Deja que el texto se defienda sólo. Quien llevaba texto al taller, no debía hacer comentarios sobre el mismo, ni antes, durante o después de leerlo. Me explicaron que la razón era porque el escritor no iba estar a tu lado cuando leyeras su libro. Esto es uno de los indicadores de si el texto funciona o no. Cuando leí por primera vez Tlön, Uqbar, Orbis Tertius creí que Bioy Casares era un personaje de Borges, y en cierta manera lo es, pero también fue un escritor argentino y uno de sus mejores amigos. Estas referencias que no se explican en las lecturas y que son visibles para algunas personas y para otras no, me parece algo hermoso en la literatura. Así, el cuento Elefantes marinos (incluido en el libro Padres sin hijos), de Hiram Ruvalcaba, adquiere un valor mayor (por lo menos para mí) después de leer Los niños del agua.
En el cuento, un padre olvida a su bebé en el auto, lo que ocasiona que el pequeño fallezca y la gran pregunta que se hace en el texto es: ¿Huirá Santiago o volverá a casa con su esposa a decirle la verdad? Todo el cuento se centra en la tensión de un momento el cual nadie desearía que le ocurriese. El título del cuento, se debe a una sábana que el padre le compró a su hijo con figuras de elefantes marinos. El texto funciona muy bien, hace que te duela el estómago de imaginarte la situación y te mantiene a la expectativa de la decisión de Santiago.
“Era un hermoso bebé. La boquita ligeramente abierta dejaba escapar un hilillo de vómito seco, amarillento, que caía hasta el pañalero verde y dejaba una pequeña mancha sobre la sabanita azul, estampada con dibujos de elefantes marinos”.
Esa misma sabanita se menciona en el libro Ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2020: Los niños del agua.
“En aquel simulacro no fui capaz de decirle a mi hijo que lo amo. Que lo siento mucho. Que por fin regalé la cobija azul de elefantes marinos”.
Hiram nos revela que él también es un padre sin hijo. Que existió Tristán, quien era amado y estaba próximo a nacer. Y tuve que soltar el libro al leer aquella línea. Supe que la narrativa de Ruvalcaba no era sólo una contundente prosa, era catarsis, cargada de dolor y significado. Recordé otro cuento, incluido en La noche sin nombre (Premio Nacional de Cuento Joven 2018, Fondo Editorial Tierra Adentro): Los nombres del mar. Va sobre un hombre que pierde a su sobrino en la playa y vi la analogía del mar con el líquido amniótico. Vemos el dolor desde la piel del varón, a quien la sociedad machista le ha inculcado por generaciones: no llores, no pidas ayuda; pero es imposible e insano mantenerse estoico ante una situación así. El hombre debe aprender a llorar.
El tema de los padres sin hijos, presente en estos tres libros de Ruvalcaba (protagonista en dos de ellos), se liga al segundo tema recurrente del autor: las carreteras. Precisamente es la porta de La noche sin nombre. Creo que la respuesta está de nuevo en Los niños del agua:
“Un sol rencoroso se dejaba caer sobre las cosas mientras yo manejaba de regreso a Tlayolan por la autopista Guadalajara-Colima… El teléfono sonó como el repique de campanas fúnebres. Me orillé en la autopista para escuchar lo que había ocurrido, pedí que me lo repitieran una y otra vez, pero mis preguntas solo me confirmaron que las peores noticias no necesitan explicación”.
Al ser la carretera el lugar donde se enteró, juega un papel muy importante en sus cuentos: Paseo nocturno, en La noche sin nombre; Elefantes marinos y Tiempo de calidad en Padres sin hijos.
La realidad siempre es más devastadora que la ficción. Además de compartirnos la cultura japonesa, Ruvalcaba escribe en Los niños del agua acerca del Teléfono del viento que las personas usan para llevar su duelo. Entran a la cabina y hablan con sus muertos. Comentarios sobre un reportaje de envenenamiento de aguas y sus consecuencias en una comunidad de Jalisco. Un monje bodhisattva convertido en mito y protector de los niños, mujeres embarazadas y viajeros. Ruvalcaba nos comparte la cultura japonesa, mezclando el sufrimiento nipón con el mexicano, que a final de cuentas de oriente u occidente el dolor parece brincarse las barreras del idioma y las costumbres. Un gran libro, muy personal y maravillosamente narrado.
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