Ojos abiertos #26, una columna de María del Rosario Acevedo Carrasco
Cuando era niña, las muñecas de porcelana que me regalaban tenían dos posibles destinos: Caerse “accidentalmente” o terminar siendo regalo de alguien más, bajo ninguna circunstancia podían quedarse, no me gustan las muñecas y jamás lo han hecho. Mi temor, quizás injustificado, no es algo raro, la pediofobia es relativamente común y ha sido adaptada al cine y la literatura de horror en conjunto con otro temor ancestral para crear un arquetipo casi infalible, las muñecas malditas.
Para entender el porqué de estas historias debemos remontarnos al inicio, los juguetes más antiguos que han sido encontrados datan del siglo XXI a.C y sí, incluyen muñecas; hechas de madera, arcilla, hueso, trapo, yeso, marfil o cera, me atrevo a decir que no existe cultura que no las haya fabricado. Sin embargo, no siempre fueron juguetes, estaban estrechamente relacionadas con el pensamiento mágico y las creencias propias de cada región, llegando a ser consideradas objetos con propiedades divinas e importancia tal que acompañaban a sus dueños en los ritos funerarios.
En algunas otras culturas, a partir del mismo pensamiento mágico surge una concepción de las muñecas como algo más que una guía o un reflejo de la persona, aquella idea de la que quizá parten los temores, su papel como recipientes. Podemos hablar, por ejemplo, de los nkisi, efigies que eran fabricadas en África Central con el único fin de que en ellas residieran los espíritus y las fuerzas de los difuntos. En esta categoría entran gran parte de las muñecas malditas, desde Chucky y Annabelle hasta muñecos de la vida real que encontramos a la venta en eBay, todos con el común denominador de estar habitados por algo, o alguien, que cobra vida a través de ellos para sus, usualmente malignos, propósitos.
Al hablar de las muñecas como recipientes vale la pena mencionar la clasificación de Javier Arries de los objetos malditos que, según él, pueden ser de tres tipos: infestados, es decir, habitados por un entidad; cargados de manera voluntaria, no con un ente pero si con energía que fue puesta en ellos para cumplir un fin y cargados de manera involuntaria, no porque se haya querido así, sino porque guardan algo de la energía a que fueron expuestos, como la máquina de escribir que estuvo tan acostumbrada al trabajo que sigue tecleando por las noches aunque no haya nadie cerca.
Otra acepción de las muñecas es su poder para sustituir al cuerpo físico de una persona, como sucede en aquellas diseñadas como un medio para hacer daño a quien representan, esta característica es comúnmente adjudicada al vudú, pero que en realidad podemos encontrarla en un sinfín de tradiciones. El principio es sencillo, la muñeca es ligada a alguien y esta conexión puede ser usada para perjudicar o beneficiar a la persona a través de distintos rituales.
Conociendo las representaciones de las muñecas a lo largo de la historia, no suena tan descabellado pensar porqué nos generan miedo, sin embargo, surge una duda ¿Realmente es necesario el componente sobrenatural para temerles? La respuesta es no y puede ser explicada por la hipótesis del valle inquietante.
El valle inquietante fue propuesto por Masahiro Mori tras haber estudiado la reacción de las personas a las innovaciones en la industria robótica, se tenía la idea de que para generar confianza en los robots estos debían ser similares a nosotros y que, entre más parecido encontráramos, mejor sería la interacción. Mori encontró que entre más humano sea el comportamiento y la apariencia de un robot, más familiaridad sentimos, pero llega un punto en que esta aceptación se convierte abruptamente en repulsión, lo que recibe el nombre del valle. Si bien los robots hiperrealistas tienen características casi idénticas a las humanas, resaltan más aquellas que no lo son y que dan una percepción de algo anormal e inquietante, así, el inconsciente procesa al robot como un humano con comportamiento de máquina en lugar de una máquina con comportamiento humano. Esta aversión solo puede ser resuelta si se subsanan aquellos defectos que delatan la naturaleza del androide o si disminuyen las características humanas.
Aunque el valle inquietante fue pensado inicialmente en la robótica, resulta una hipótesis interesante que puede ser aplicada a otros objetos antropomorfos como lo son los títeres y las muñecas, siendo una posible explicación del porqué les tememos. Independientemente de la causa, el miedo es real y, no sé ustedes, pero yo no confío en las muñecas.
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