El espejo enterrado #29, una columna de Daniel Luna
Cuando descubrí mi pasión por la lectura me encontré con la interminable labor de relatar el impulso que me lleva a leer un texto tras otro. Al principio, consideré su origen un tanto hermético pues dicha experiencia me pareció un rasgo característico de ideales individuales donde yace un embrollo respecto al acto de converger; no obstante, ahora esa definición me resulta injustamente subjetiva.
Después de profesionalizar este ámbito por cuatro años, descubrí que la lectura tiene más implicaciones de las que uno imagina. Basta con reflexionar un poco sobre el detonante para comprender la necesidad de comunicar nuestros pensamientos mediante un instrumento neutral y libre de imposición.
Actualmente me es difícil dar una respuesta sólida a la interrogante del título, sin embargo, deseo compartir mis pensamientos sobre este tema. Mismos que fueron alimentados por las palabras que Juan Domingo Argüelles plasma en sus escritos Por una universidad lectora.
El autor abre un debate sobre el nexo entre lectura y educación en el ambiente universitario, pues este es la antesala de la vida profesional en la cual se concentra la mayor parte de la contribución de un sujeto en el colectivo.
Este evento, en primera instancia lógico, resulta en que un amplio sector académico invierta la importancia de los valores de la obra literaria, enfocándose en los aspectos técnicos que deshumanizan los temas que la lectura busca resaltar. Hecho que alude a un ejercicio lector cimentado en la totalidad de la evaluación del proceso, omitiendo el tema principal de la literatura. La reflexión de la vida misma y la resiliencia de sus experiencias mediante la práctica.
Por tanto, el autor señala que en el avance de la currícula los estudiantes se privan de un período transformativo en el cual la crisis de los hábitos, valores, prejuicios e ideales es un punto decisivo para la construcción de personas con responsabilidad social. Como el autor comenta, el perfeccionamiento técnico no es suficiente para garantizar las potencialidades humanísticas de un profesional.
Esta misma tarea humanizadora la tiene la lectura. Al leer el sujeto supera su individualismo reconociendo, de algún modo, una realidad que no es la suya. Gracias a ello surge una empatía que lo invita a levantar la mirada fuera de los bordes del libro mientras analiza su interior.
La lectura contiene una fuerza regeneradora la cual fortalece el diálogo entre el contenido y el ámbito social. Sus lectores, quienes se encuentran en medio de esta transición, se comprometen a pasar del vehículo al fin último en el cual la lectura se solidifica en acciones que son fruto de la conciencia. Una gnosis basada en la ética y no en la estética.
Finalmente, con esto último viene la inteligencia la cual debe evolucionar de comprender a solucionar para que los resultados tengan una justificación positiva tanto en el lector como en su entorno inmediato. Una comprensión emocional de lo crítico que vaya más allá de prejuicios, fanatismos y formatos.
Fuera del capital cultural o del negocio editorial, la lectura también es un sentido de pertenencia. Sus vínculos son anclajes al mundo donde se encuentran las personas que leen y cuyos problemas presentan una solución tras haber pasado por la experiencia compartida. Leer es un acto de libertad en el cual redefinimos lo que somos y descubrimos lo que podemos ser.
Gracias a la lectura existe un punto móvil de focalización para las problemáticas. Si bien existe un sinfín de variables que imperan en ellas también existe un área de oportunidad la cual nace de la comunicación interna de la lectura y el lector.
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