The trash can of ideology #05, una columna de Ángel de León
Un trabajador inmigrante, un indigente al que éste rescata, llevándolo a vivir con él en un edificio abandonado, donde comparten un viejo colchón, y una mucama que cuida al hijo paralizado de su patrona.
Dos de estos personajes, los cuidadores, tienen nombre: Rawang y Chen. Cuatro seres privados de la palabra, ahogados acaso por el bullicio que los rodea: los pleitos familiares en casa de la mucama, la violencia callejera de los merolicos que roban al indigente antes de que Rawang lo rescate, los discursos periodísticos que describen los últimos incendios como resultado de la actividad de los paracaidistas. Incendios que terminan por materializar el ahogo, cuando los habitantes de la ciudad deben llevar cubrebocas, pues exponerse al aire con la boca y la nariz desnuda vuelve la respiración una agonía.
¿Por qué no hablan? Los encuentros cruciales de los personajes se llevan a cabo a través del cuerpo y la mirada, desde el arrobamiento con que Rawang mira al indigente dormir hasta las confusas caricias del indigente y Chen, mientras luchan con el ahogo después de quitarse el cubrebocas. Hay también encuentros violentos: la madre masturba a su hijo paralizado y el indigente la masturba a ella en su encuentro furtivo. Finalmente, Rawang amenaza al indigente, que le ha robado el colchón en que durmieron juntos para dormir ahora con Chen; entonces, empieza a llorar y el indigente acaricia su rostro.
Cuatro cuerpos marginales, privados de su dignidad: un hombre en estado vegetal bajo el cuidado de su mucama y de su madre, un inmigrante que habita un colchón en un edificio abandonado, el indigente al que éste rescata y que deambula en busca de encuentros sexuales, alimento y compañía, y una mucama sobre la que su patrona descarga su frustración. Almas solitarias que, acaso sin saberlo, se anhelan, como las que evoca Wish you were here, de Pink Floyd: two lost souls swimming in a fish bowl / year after year / rolling over the same old ground.
¿De qué pueden hablar? ¿Qué sentido tienen las palabras? ¿Cómo les serviría el lenguaje para expresar su relación con el mundo? El sentido en esta película no emerge de la palabra, sino de la imagen y la música: una lámpara de colores o una mariposa que se ahoga en el agua, un improvisado nido de amor alrededor de un viejo colchón, un aria de Mozart y canciones de los habitantes de la calle, los excluidos que no pueden cambiar su colchón (si es que lo tienen) aunque eso afecte su salud. Rawang habla, únicamente, para pedirle a otro compañero en la miseria que se quite del colchón, que se vaya a dormir a otro lado, porque ha regresado el indigente, como un gato que desaparecer por varias semanas y, de pronto, inesperadamente, regresa el hogar. “Esa insistencia tuya en traer a dormir a desconocidos”, le reprocha el otro, y el indigente, sin ceremonias, se acomoda para dormir; Rawang arregla su ropa, lo tapa… el lenguaje cotidiano se utiliza únicamente para la operación prosaica de relacionarse con un mundo ajeno, como una operación burocrática y no exenta de violencia; en el terreno de la intimidad, bastan los gestos y la cercanía del cuerpo. Los momentos de comunión, como cuando el indigente comparte un cigarro con un vendedor ambulante, se realizan en silencio. Y este encuentro tiene tanto erotismo como el acto sexual, pues el erotismo viene del contacto entre las almas, cristalizado en una imagen que depende del cuerpo, y de este tipo de imágenes se teje esta película.
Esta performance amorosa, la del encuentro entre dos almas solitarias, se ejecuta contra un fondo de profunda frustración: la madre reclama a su hijo que venda la casa, reclama a su hija que sólo va a visitarlos para llevar desconocidos. En la radio, se describe la necesidad de remplazar cada cierto tiempo el colchón donde se duerme, para evitar problemas de salud, el mal olor y el insomnio. ¿Cuánto tiempo ya tendrá el colchón de Rawang y el indigente? ¿A qué olerá el nido de almas abandonadas donde se consuma, hacia el final, la unión entre Chen y el indigente?
Así, en la soledad de estos personajes, florece el erotismo, en el encuentro entre dos almas en un mundo alienado, que al tocarse una a la otra producen una vibrante poesía, única posibilidad de redención con que cuenta la humanidad, y que hoy se siente con particular nostalgia en el contexto pandémico que, como a los personajes de la película, nos priva de la palabra: si tenemos que salir de casa, se nos recomienda no hablar para minimizar el riesgo de contagios, y en la medida en que, para muchos de nosotros (quienes tenemos el ambiguo privilegio del resguardo), la comunicación humana se ha virtualizado en gran medida, vivimos en silencio…
Pero mientras algunos podemos guardarnos, hay otros afuera que no pueden cambiar su colchón cada dos años, y que utilizan, como el indigente, una bolsa como cubrebocas. ¿Qué sentido tienen las palabras en un mundo así? En la película y en la pandemia, el aire enrarecido y mortal se convierte en metáfora: el aire que respiramos, desde antes de la pandemia y el incendio, está preñado de tristeza.
¿Cuántos no habremos fantaseado con el erotismo de desnudarnos del cubrebocas con el amado para besarnos en una cita furtiva, lejos de la mirada del mundo, liberados de un lenguaje que a ratos parece incapaz de replicar otra cosa que no sea la angustia? En la película sucede, y Chen y Rawang se ahogan al hacerlo, se besan con dificultad, coquetean con la muerte en la desesperación de sus caricias. Las autoridades de Malasia censuraron la película por “ofrecer una imagen negativa del país”[1], pero en medio de la miseria citadina (que no es difícil identificar con la que se encuentra en las calles de la Ciudad de México), todavía se ofrecen posibilidades de sentido, uno que esté más allá (o más acá) del lenguaje, de los discursos vacíos en torno a la pandemia y los paracaidistas, que dividen el mundo entre cuerpos que importan y cuerpos que no, que delimitan lo que consideramos posible y a quién le echamos la culpa de los males colectivos.
El rescate de esos cuerpos, deshecho de la sociedad, es el centro de la narrativa de I don’t want to sleep alone. ¿Pero cómo han de navegar esos cuerpos en un mundo hostil, donde el aire mismo mata, donde las calles amenazan al que las transita? Al final de la película, tenemos al indigente, Rawang y Chen dormidos juntos en el colchón que flota en el agua, en el edificio abandonado que, los aísla de ese mundo, el mundo del lenguaje del que están desterrados. En este colchón se refugian de la miseria, y la imagen del colchón nos remite a la del hombre paralizado, interpretado por el mismo actor que hace al indigente, y cuyo mundo, también, se reduce al colchón en el que duerme: ¿soñará acaso ese hombre? ¿Sentirá algo mientas escucha un aria de Mozart en el radio (si es que la escucha)? ¿Será esa música una balsa que lo contiene, liberado de la cárcel del lenguaje, el lenguaje del otro, que asigna un lugar en el mundo a los sujetos, que los castra en la cárcel de la definición?
Ambos personajes, el indigente y el hombre paralizado, contrastan con Chen y Rawang, quienes desde el principio se nos presenta como sujetos de acción: el hombre paralizado depende de Chen y su madre, de la dulzura de la primera y la brutalidad de la obra con la que ambas atienden sus necesidades, mientras que el indigente deambula por las calles, indiferente a su propio destino, hasta que Rawang lo rescata, y como Chen al hombre paralizado, lo atiende. Ambos parecen, a diferencia de los personajes con nombre que los cuidan, imposibilitados de salir de su podredumbre, es el encuentro con el otro lo que los rescata del olvido, el que les devuelve su humanidad: sin el otro, ambos personajes morirían, y es en esta capacidad de producir y mantener la vida que reside el erotismo.
Acaso el hombre paralizado flota, para siempre, en un sueño de amor; acaso los personajes de ese sueño son Chen, Rawang y el indigente… tal vez sea otra de las razones por las que él y el indigente son el mismo actor, acaso a través del indigente se cumple el sueño del hombre paralizado de escapar con esa mujer que lo cuida, dulcemente, en contraste con la brutalidad de su madre.
Como trasfondo del ensueño, está la frustración: Rawang desea al indigente, pero él desea a una mujer. Y, sin embargo, hay erotismo en las noches que comparten, aunque no devenga, propiamente, en la unión sexual, y ese erotismo rescata a los personajes, a pesar de abrirle la puerta al dolor de la pérdida, de la miseria del mundo que habitan.
Tal vez I don’t want to sleep alone ofrece una imagen desfavorable de Malasia y del mundo, pero también ofrece imágenes de belleza y esperanza. Como decía Oscar Wilde: “todos estamos en la cloaca, pero algunos miramos a las estrellas”.
[1] https://china-underground.com/wp/movies/i-dont-want-to-sleep-alone/
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