Miscelánea WAV #14, una columna de Enrique Chávez
Regresamos a la tranquilidad y a las desolaciones vespertinas, amiguitos internautas. Ya tenía rato que no me deprimía con varias bandillas emo y descubrimientos intuitivos, pero con la chamba de producción finalizada uno puede darse ciertos lujos y es eso a lo que venimos: darle en la madre al algoritmo para lanzarnos a los abismos de lo independiente y chutarnos una que otra banda catártica-imprevisible. Han sido grandes semanas de estrenos, festivales y música online al por mayor, pero nada mejor que regresar a lo clásico para darnos una idea de las pinches genialidades que nos ha traído la música contemporánea desde sus trincheras y arrabales mediáticos.
Y si hablamos de sonidos puramente demoledores, una de las combinaciones más pragmáticas y envolventes podría ser la dupla entre el post-rock y el sonido ambient. Son géneros que van muy de la mano, pero que buscan fines particulares. Por un lado, el post-rock está más orientado a una búsqueda invasiva desde la música instrumental, protegiendo este misterio desde los instrumentos clásicos del rock o añadiendo uno que otro nuevo (como los sintetizadores y las cajas de ritmo), mientras que el ambient es una experimentación paisajista y extrasensorial de los sonidos y su acompañamiento desde el contexto más corrosivo de la música digital. Está muy cabrón definir cómo chingados se desenvuelve cada uno, pero a fin de cuentas debemos entender que ambos persiguen la construcción de un “escenario sonoro” que sea invasivo en cierto nivel de la transparencia, la levedad y los sentidos acústicos.
América Latina tiene su buena escuelita de bandas que destrozan y reconstruyen estos conceptos. Puerto Austral, Incendios Forestales del Viejo Continente, Archipiélagos, La Ciencia Simple, los mexas Austin TV o Finlandia Singapur son grandes ejemplos de cómo el post-rock se ha convertido en uno de los géneros favoritos para los amantes de la música actual, y decir esto también se queda cortito. Hay algo en el género que lo hace increíblemente cercano a una visión panorámica de la nostalgia y el desvergue, y creo eso es lo que le mama a la gente. Deconstrucción de bajos y guitarras en favor de la atmósfera, ritmos ligados más a la técnica jazz, voces casi nulas, pero bien fundamentadas y posicionadas (según sea el caso), y epicentros de añoranzas ambient son elementos recurrentes en todo este universo de amalgamas, provocaciones y disonancias cuajadas a partir del post-rock.
Esto es algo bien chingón porque quién diría que en nuestras tierras habría tanta genialidad reunida como para hacer de este género todo un movimiento artístico. Vaya, incluso aquí en mi ciudad tenemos nuestra banda insignia del post-rock/ambient post-análogo: Awful Traffic (aprovecho para hacerles spam a los compas pidiéndoles que escuchen sus rolas en Bandcamp). Nada mejor que slowdearte en tu habitación mientras te avientas un buen álbum de post-rock y piensas que todavía hay espectros sonoros más allá del rock de gabinete.
Y si bien tenemos un buen puñado de proyectos emergentes en las mareas erráticas del post-rock, no habrá ninguna banda como El lenguaje como obstáculo. Qué grandes trips se puede aventar uno mientras escuchamos a esta bandota argentina. Decir esto se queda corto. No sé si ustedes estén muy al tanto de cómo es el rumbo actual del post-rock/ambient, pero creo que muy difícilmente podrían encontrar con otro proyecto que emule las digresiones y contrataques instrumentales de esta banda. Integrada por Julian Mazzeo, Francisco José Giordano, Martín Valladares, Esteban González y Franco Paganucci, y con un solo álbum debut del 2016 titulado I[1], El lenguaje como obstáculo es una de esas bandas en las que su carta de presentación sería su propia música. No hay más: ni intermediarios ni figuras mediáticas, tan sólo un álbum, su envoltura artística y cinco grandes canciones que nos demuestran cómo algunos elementos como la sobriedad, la furia, el desencanto y la penitencia son catalizadores fundamentales para desgarrar un sonido ya “clásico” como lo es el post-rock.
Algo en El lenguaje como obstáculo me recuerda muchísimo a esas bandas post-rockeras de los 90s que casi casi le tiran al slowcore. Traen un ritmo lento, pero certero, con algunos matices de electricidad melancólica donde los sonidos tenues se entremezclan y se extinguen a partir de notas mucho más densas y caóticas. Desde la primera rola del I, Amoralia, uno se da cuenta para dónde va este trip: guitarras disfuncionales, bajos estratosféricos y baterías incontenibles son la ecuación preferida para comenzar este malviaje de detonaciones arrítmicas y desvelos fatídicos en la música de esta banda. El álbum arranca como un sueño y termina convirtiéndose en otra dimensión: un grito de auxilio exquisito para meternos de lleno a una música trepidante, irreverente y espléndida a más no poder. Aquellos que estén acostumbrados a cómo suena el género: agárrense porque esta mierda está en otro lado.
El lenguaje como obstáculo es una de esas bandas para dejarte llevar por la penumbra más nociva o la proyección astral más densa. Y no es mamada; chutarte sólo una de sus rolas se convierte una experiencia altamente gratificante, pero demoledora. El post-rock de El lenguaje como obstáculo destaca de entre otras bandas porque no se guía de una experimentación visceral, sino de una tranquilidad fugaz, herida, inquietante y estructurada. Ayudándose de sonidos de cuerdas clásicos como chellos, pianos/teclados, trompetas y otros instrumentos proto-digitales, la banda construye un sonido único donde las mareas fantásticas y los recursos contextuales juegan con las intenciones y las “leyes” de su género.
Hay que decirlo, la banda se toma sus propias libertades y arranca cuando debe arrancar. Tan es así que tenemos rolas que duran de 6 a 16 minutos (cosa típica del ambient), orillando la experiencia del género a círculos más concentrados y desarrollando un arco sonoro donde cada rola tiene un inicio a manera de prólogo que desemboca en un frenesí de instrumentos ásperos y contundentes. Pasando de la subjetividad más intangible a los rasgueos más anárquicos, cada pieza posee sus propios momentos de tranquilidad o desorden, equilibrando este cruce de caminos de la forma más dinámica posible y permitiendo a la banda realizar un cambio “repentino” que le va de maravilla a las ideas ambiguas de su música.
Buena parte de la esencia de la banda también se intuye y se construye desde sus conceptos. Pocas bandas de post-rock le rinden tributo a su nombre como lo hace El lenguaje como obstáculo: horizontes mudos donde la música realmente habla desde sí misma. El proyecto es eso, una hipótesis sobre cómo el lenguaje no es sólo la articulación de palabras, sino un cosmos de acepciones que convergen en un lenguaje universal como lo es la música. La banda cumple su cometido estético mientras se delimita en el “silencio”: hablar desde la penumbra, la inmersión y el caos reptante de las figuras sin rostro a partir de un género netamente instrumental e incorpóreo.
Ya nos pusimos muy retóricos-mamadores, pero es que de eso va este proyecto. En El lenguaje como obstáculo no vamos a encontrar sampleos o instrumentos en decaimiento (elementos recurrentes en muchas bandas post-rockeras), sino que entraremos a un terreno definitivamente profundo, incómodo e irreversible donde el contexto acústico traduce diversas formas de expresión emotiva. El pinche post-rock/ambient no les va a saber igual después de chutarse el álbum de esta banda. Quizás otro proyecto que podría tener una perspectiva similar es Austin TV; y no porque sean mexas y aquí los queramos un chingo, sino porque poseen esta misma aura dialéctica donde el post-rock encuentra su camino desde los “paisajes de cuentos de hadas”, la soledad claroscura y el destierro slowcoriano de buena voluntad. Rolas como Lehg II me suenan muchísimo al mood de los Austin y es algo chingonsísimo encontrarnos de nuevo con ese ambient tan acogedor tipo Fontana Bella (2007). A pesar de ello, El lenguaje como obstáculo plantea un estilo mucho más experimental, pausado y decisivo que lo convierte en un deleite para quienes disfrutamos de la oscuridad bien justificada y los silencios más enigmáticos de la música contemporánea. Si también pudiéramos elegir otro símil más cotidiano y nerdo para describir cómo es el trip de El lenguaje como obstáculo, yo pondría de ejemplo al escenario del Horno de la primera llama del Dark Souls I. Hogar del cabrón Rey Gwyn, el Horno es un mundo subterráneo anclado a los vaivenes del tiempo; oscuro, roto, yermo y destinado a morir en una quietud casi profética. Ahora que lo pienso, el pinche Dark Souls también tiene su lado “post-rock” porque se maneja por silencios inquietantes y escenarios bizarros; creo algo así quedaría bien para describir cómo El lenguaje como obstáculo te tritura el alma y la escupe en diferentes instantes de sosiego y atracción lóbrega. Si quisieran entender el viaje de esta banda, piensen en Dark Souls y en cómo todo ello penetra hasta nuestro inconsciente. Así como los juegos de From Software, esta banda es una delicia y un claro ejemplo de cómo chingados sacarle jugo al post-rock/ambient desde la periferia del habla y el reposo del éxtasis
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