Transitar por el silencio. Derivas desde Luis Villoro, Byung-Chul Han y Octavia Butler
Fragmentos de líneas fantasmagóricas #12, una columna de Juan García Hernández
La pregunta que nos interpela en esta ocasión se estructura de la forma siguiente: ¿Es posible trazar un vínculo esencial con el fenómeno del silencio a partir de su propia significación? Y en base a este cuestionamiento, nuestro meta en la presente entrega consiste en desplegar e identificar algunas herramientas que puedan aproximarnos a lo que hemos denominado como el tránsito del silencio. Para lograr nuestro cometido el texto se divide en tres instancias. En primer lugar, nos serviremos de algunos aportes que Luis Villoro sugiere en su célebre ensayo, La significación del silencio. Posteriormente, ampliaremos las reflexiones del filósofo mexicano en virtud de algunos pasajes de la obra de Byung-Chul Han, atisbando el modo en que el silencio puede caracterizarse como una otredad crítica frente al presente de lo igual. Finalmente, leeremos un pasaje de un relato de Octavia Butler para acercarnos al silencio como un acontecimiento que permite reflexionar sobre la necesidad de poner en marcha un tránsito que anime vínculos afectivos y abra nuevos modos de sentir el mundo y la palabra.
Sin duda, estudiar y reflexionar sobre el fenómeno del silencio implica una tarea inmensa y probablemente condenada a retornar al mismo sitio desde donde comenzó, en la medida en que la interrogante por el silencio termina por volver al mismo sitio enigmático y misterioso. De este lugar al qué muy pocos o si no es que nadie ha vuelto para hablarnos sobre lo que realmente es el silencio, emergen múltiples perspectivas que recorren disciplinas como filosofía, mística o prácticas artísticas como la música, pintura o la poesía. Todas ellas de algún modo parten de al menos dos criterios que son. 1) El silencio es definido a partir de su condición negativa y que se desenvuelve en hechos y contextos particulares. 2) El fenómeno del silencio parte de una dimensión de lo absoluto, la cual determina el espacio donde la palabra se presenta. Claramente, aquellos criterios son propuestas de orden metodológico y quizá puedan ser ampliados y discutidos con mayor cuidado, no obstante por esta vez partiremos nuestra interpretación fijandolos como nuestra guía.
Si el silencio es definido como la ausencia o negación del lenguaje, resulta conveniente establecer por qué aún podemos delimitarlo como una posibilidad del habla. Para resolver esta paradójica situación, es importante definir a grandes rasgos el modo en que nos relacionamos con el lenguaje, por muy pretenciosa que parezca esta propuesta, creemos que es posible si no agotarla al menos identificarla a partir de las interpretaciones que ofrece Villoro en un ensayo publicado por primera vez en la década de los sesenta. En aquel escrito, podemos leer este argumento:
Sin el lenguaje no podríamos referirnos al mundo en su ausencia. Con la palabra aparece la posibilidad de desprendernos de las cosas y de referirnos a ellas sin contar con su actual existencia.La palabra pone a distancia las cosas y a la vez mantiene nuestra referencia a ellas. [1]
Lo anterior sugiere matizar al lenguaje como una especie de herramienta que nos habilita para establecer maneras en que nos relacionamos con las cosas y los objetos que nos rodean, estos a su vez se reúnen en un solo entramado que podemos denominar mundo. Este singular proceso pone en marcha una práctica o actividad en la cual un tipo de materialidad y por tanto de presencia es sustituida por otra, la palabra. Es decir, que las palabras son materia porque se escuchan, se ven y hasta cierto punto se tocan pero a su vez, hacen posible referirse a otras materias aunque éstas no sean perceptibles en un plano físico inmediato. Para clarificar está cuestión, veamos un ejemplo. Ahora mismo, usted estimado lector está leyendo palabras en su pantalla, pero de pronto inundó su campo visual con palabras como: Aristóteles, Dinosaurio, Cruz, Catarata y Martillo, como seguro podrá sospechar todas ellas no forman parte del sentido que hasta ahora hemos desarrollado en este discurso, pero aún así podemos comprender e identificar a qué refieren o a quién, evidentemente al formar parte de la misma categoría morfosintáctica su función es equivalente. Pero, más allá del carácter gramatical en el fondo lo que podemos notar es que apresamos aquellos objetos o personas, ya no desde su dimensión material, pues los hemos transformado en signos, en la medida en que gracias a la referencia que establece la palabra en tanto figura la referencia al objeto se sostiene pese a no existir una percepción directa del receptor, en este caso del lector.
A partir de lo dicho, es viable definir al lenguaje como un proveedor de presencias, este particular proceso se extiende a partir de dos polos, el mundo vivido o de la experiencia al imperio o territorio de los signos. Aquella extensión, implica por un lado acortar la distancia que establecemos con las cosas, y por el otro garantiza la amplitud o la construcción de un hogar, que fija como base el hecho de familiarizarnos con el territorio de los signos. Una vez que hemos erigido nuestro hogar en base al lenguaje, vamos paulatinamente dejando fuera lo que en un principio nos parecía extraño o irreconocible, así como los niños que dan sus primeros pasos en el mundo, apoyándose en las incesantes y necesarias preguntas sobre lo que es una cosa o recopilando nombres para ir asentando y trazando su propio hogar, también nosotros aunque al final reconocemos un límite. Basta con traer a colación aquella proposición de Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” para ilustrar este acontecimiento.
Hasta ahora tan solo hemos trazado el modo en que podemos designar nuestra relación con el mundo a partir del lenguaje, no obstante, parece que nos hemos olvidado de nuestro objetivo, el silencio. Lo retomaremos emplazando nuestra búsqueda, siguiendo el primer criterio que establecimos al inicio de nuestro aporte, ahí establecimos que el silencio puede lograr una significación en base a hechos y contextos particulares, en esa medida podemos hablar de silencios que tienen un peso igual o mayor que cualquier otra palabra, por ejemplo, cuando decidimos callar para no herir los sentimientos de otra persona, o cuando interrumpimos el flujo de una conversación bajo el pretexto de alcanzar un descanso del ritmo del diálogo, o simplemente cuando presenciamos junto a otra persona el canto de las aves, toda palabra que no deje escuchar aquel canto sería impertinente, allí el silencio se hace campo. Estos tipos de silencios determinados por el contexto, permiten establecer varias rutas para hablar del propio significado del silencio.
Sin embargo, atender la significación del silencio en función del contexto implica articular un determinado momento y por ello hasta cierto punto limita nuestra aproximación al verdadero misterio del silencio. Por esa razón, el silencio no puede ser una mera ausencia del lenguaje, o sea un mutismo. Arribar a esta declaración supone ver el otro extremo del lenguaje, el cual no intenta suplir los objetos a partir de nombres o signos, sino ampliar la relación con los objetos a partir de la generación de múltiples sentidos, este rumbo también caracteriza a la poesía. Es así que entre el lenguaje discursivo y la poesía, encontraremos el silencio como un lugar de tensión, de límite y frontera, al respecto Villoro advierte lo siguiente: “hay un silencio que acompaña al lenguaje como su trasfondo o mejor como su trama. La palabra lo interrumpe o retorna a él…este silencio es el tiempo vacío…”.[2] En suma, parece que solo el silencio nos abre nuevamente a lo extraño, lo otro, lo misterioso que forma parte de nuestro mundo vivido el cual apenas podemos trazar con palabras, en esa medida, el silencio sería en última instancia aquello que: “sólo puede mostrar los límites del lenguaje y la existencia de algo que por todas partes lo rebasa”[3]
Anteriormente, hemos repasado a grandes rasgos una posible significación del silencio, estableciendo una definición preliminar que pone sobre la mesa la necesidad de repensar el silencio a partir de un característico espacio intermedio, entre el lenguaje discursivo y la poesía, de esta modo asistimos al segundo criterio guía, el cual lo fijaba desde una región absoluta que determina al propio lenguaje, dando paso a un espacio más originario en el que se instaura la extrañeza, es decir lo radicalmente otro que a la postre descubre perspectivas inéditas para descubrir el mundo.
Sobre la importancia de reconocer lo extraño en el lenguaje, Byung-Chul Han amplia esta reflexión y en su libro, La expulsión de lo distinto, anota:
La hipercomunicación actual reprime los espacios libres de silencio y de soledad, que son los únicos en los que sería posible decir cosas que realmente merecieran ser dichas. Reprime el lenguaje, del que forma parte esencial el silencio. El lenguaje se eleva desde un silencio. Sin silencio, el lenguaje ya es ruido. […] Hoy, la voz silenciosa del otro zozobra en el ruido de lo igual. En último término, la crisis de la literatura se explica en función de la expulsión de lo distinto.La poesía y el arte están de camino a lo distinto. Su rasgo esencial son las ansias de lo distinto. [4]
En base a la última cita, es posible divisar no solo la necesidad de notar que nuestro presente se caracteriza por nulificar el silencio, sino que también diagnóstica nuestra sociedad contemporánea en la medida en que ve en el proceso de la hipercomunicación un modelo para proyectar la saturación del lenguaje como dispositivo que produce una especie de ruido, pero no cualquier ruido sino el ruido de lo igual, de lo homogéneo, un ruido que no permite encontrar lo extraño o distinto y de paso reprime todo intento por alcanzar ese silencio absoluto y originario. Ya no hay espacio para lenguaje(s) ni silencio.
Aquel diagnóstico es ampliado por Han cuando en su más reciente libro La desaparición de los rituales argumenta: “se obliga al lenguaje a transmitir informaciones o a producir sentido. A causa de ello ya no somos capaces de percibir formas que resplandezcan por sí mismas. El lenguaje como medio de información carece de esplendor”. [5] En otras palabras lo que nos transmite el filósofo es que nuestra época asume el despliegue del lenguaje a partir de la jerarquía del significado en oposición al reino del significante, o sea lo que impera es un territorio del signo que prima al significado y con esta primacía el significante o la materia misma es olvidado, es decir el mundo vivido queda atrás.
Entonces, ¿Cómo rescatar el mundo vivido en virtud del silencio?. El propio pensador nacido en Corea del Sur, atisba un ejemplo: “en la ceremonia del té no se produce ninguna comunicación. No se transmite nada. Impera un silencio ritual. La comunicación se retira y deja paso a gestos rituales. El alma enmudece. En silencio se intercambian gestos que generan una intensa compañía”. [6]
Para ir concluyendo nuestro aporte nos preguntamos ¿qué pasa cuando esa compañía en la cual se intercambian gestos a partir de un silencio donde el alma misma enmudece y el silencio abre lo extraño y lo incluye en una experiencia “ritual”, deja de ser placentera y se vuelve atroz y violenta?, ¿qué pasa cuando el silencio es el único lenguaje en común, cuando las palabras desaparecen?. Este escenario distópico lo relata Octavia Butler en su extraordinaria obra titulada, “Sonidos de habla”, allí Butler imagina un mundo en el que ya no hay lenguaje, ni palabras porque la humanidad fue atacada por un virus que entre sus efectos estaba la pérdida del habla, este evento afectó a la humanidad de forma irreversible y sumió a las civilizaciones en un caos total, al irse las palabras también el orden desapareció. Leamos un fragmento:
Correrían por entre los desfiladeros del centro de la ciudad sin recordar realmente para qué habían servido los edificios o por qué estaban ahí. Los niños de hoy en día recogían tanto libros como madera para alimentar el fuego. Correteaban por las calles persiguiéndose unos a otros, chillando como chimpancés. No tenían futuro. Ya eran todo lo que serían jamás […]
—¡No! —repitió la niña. Se acercó hasta ponerse junto a la mujer—. ¡Vete! —le ordenó a Rye.
—No hables —le dijo el niño. No había indefinición ni confusión en esos sonidos. Ambos niños habían hablado y Rye los había entendido. El niño miró al cuerpo del asesino y se alejó de él. Cogió a la niña de la mano—. Cállate —susurró.
¡Hablaban con fluidez! […] Y los niños… debían haber nacido después del silencio. ¿Había tocado la enfermedad a su fin? ¿O estos niños eran simplemente inmunes? La mente de Rye empezó a conjeturar toda velocidad. ¿Y si los niños de tres años o menos estaban a salvo y eran capaces de adquirir lenguaje? ¿Y si lo único que necesitaban era que les enseñasen? Maestros y protectores.
[…] les susurró, temiendo asustarlos con la aspereza de la voz que llevaba tanto tiempo sin usar.
—No pasa nada —les dijo—. Vosotros venís con nosotros también. Vamos.[7]
Sea el presente texto una invitación para no solo imaginar futuros en donde una sola palabra pueda tener la fuerza para reconstruir el habitar del ser humano, sino fundamentalmente que detrás de dicha palabra resplandezca una huella de aquel transitar que el silencio va dejando cuando nosotros decidimos callar, he allí una senda para el descubrimiento de lo Otro. De lo que no se puede hablar es mejor…
Referencias
- Han, B.-. (2020). La desaparición de los rituales: Una topología del presente. Barcelona: Herder.
- Han, B.-C. (2017). La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder.
- Sonidos de habla. (2020). En O. Butler, Hija de Sangre y otros relatos (A. Hidalgo, Trad.). Epublibre.
- Villoro, L. (2016). La significación del silencio y otros ensayos. México: FCE.
[1] (Villoro, 2016, p.51)
[2] Ibídem, p.61.
[3] Ibídem, p.70.
[4] (Han, 2017)
[5] Ídem.
[6] (Han, 2020)
[7] (Butler, 2020)
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