Apología de lo mundano #25, una columna de Paola Arce
“Puro chance, aquí se encontraron de sopetón el águila y la serpiente y desde entonces vivimos dejados a la puritita suerte, suerte te de dios y del saber… primero nacer y la segunda parte es la suerte”
Caifanes, 1967
El cine mexicano es diverso y cambiante, en comparación con el cine hollywoodense a través de las épocas no ha mantenido una sola esencia, temática o forma discursiva, cambia tanto como su sociedad; es a la vez causa y efecto. De las muchas historias que alberga la cinematográfica mexicana, hay una que configura particularmente los mejores elementos de su momento histórico: Los caifanes.
Película dirigida por Juan Ibañez que atrajo a personajes que hoy son consagrados como iconos de la cultura. Nos cuenta una noche inusual en la vida de una pareja de clase alta, interpretada por Julissa (como Paloma), quien décadas más tarde se convertiría en la cara principal de la televisora más importante del país (así como la absoluta dueña del teatro musical en México) y Enrique Álvarez Félix (como Jaime) nada más y nada menos que la única progenie de la primera actriz María Félix.
Comienza mostrándonos una serie de rostros estrafalarios y ajenos, casi salidos de un cuento absurdo y no es de extrañarse pues el guion estuvo a cargo del escritor Carlos Fuentes. La trama se organiza en cinco partes, paralela a las estructuras literarias, la historia es contada por una alquimia entre los paisajes nocturnos de la zona centro de la ciudad, la música y el lenguaje ocupado por los personajes que busca reflejar a la clase popular mexicana de finales de los sesenta. Está localizada en diciembre de 1967, una época en donde los movimientos estudiantiles y el hastío social por las desigualdades ebullia para ser sofocada un año después en la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco. Este antagonismo con la pareja refinada lo interpretan El Gato (Sergio Jiménez), El Azteca (Ernesto Gómez Cruz), El Mazacote (Eduardo López Rojas) y El Estilos (Oscar Chávez). El cruce fortuito de caminos tiene lugar cuando Paloma y Jaime renuncian a sus distinguidos amigos gringos para disfrutar su romance a solas en un auto abandonado, sin embargo, su apariencia nada tiene que ver con su pertenencia. En seguida llega El Gato, dueño del vehículo y líder de los caifanes que sin muchos miramientos los invita a pasar el rato con la pandilla en el club “Géminis”. Desde el primer momento se puede ver a Paloma fascinada con la otra clase social, expresa con entusiasmo: “que divino hablan, hasta parece otra lengua”. Jaime, por su lado lleva en los hombros todo el peso de los prejuicios y el clasismo, no se fía por completo de sus nuevas amistades, pero quiere verse aventurero y valiente en los ojos de su hermosa novia; además de procurar que “no le coman el mandado”, claro.
Paloma es el ideal femenino de la época, no sólo en su vestimenta, maquillaje y peinado sino en una personalidad coqueta que no se deja nunca alcanzar por completo, pero ofrece pequeños destellos de interés a los hombres deseosos de su mirada atenta. Desde los primeros minutos se envuelve en una danza de miradas con El Estilos, pero no es casi hasta el final de la película que se configuran las condiciones para que tengan un momento a solas en donde Oscar Chávez entona con su dinamismo sensitivo e intelectual la canción Fuera del mundo[1], mientras intercambian palabras simples:
—Tú todo lo haces enseguida ¿verdad?
— ¿Cuándo si no?
— ¿Y mañana?
— ¿Qué es eso?
— Mañana, mañana.
— Ahorita.
— Mañana
— Ahorita, ahoritita.
Personalmente, mi parte predilecta por excelencia pues la música aporta al dilema amoroso una esencia casi sagrada.
Pero esta no es la única relación que se plasma en el filme, el vínculo de amistad entre los caifanes se percibe orgánico y forjado en la lealtad de una realidad social en donde no queda más que cuidarse la espalda los unos a los otros. En un momento, les vemos cuidar y proteger a un triste borracho que deambula con el corazón roto, le ofrecen palabras de aliento y una palmada amigable, condición por la que Jaime y Paloma quedan maravillados pues entre tantas riquezas sus carencias eran otras. No omito decir que ese desventurado hombre, es interpretado por el mismísimo Carlos Monsiváis lo que da cuenta, una vez más, del momento intelectual que vivía el cine mexicano.
Así, esta extraña mezcla de personalidades pasa una noche haciendo “jaladas” por la ciudad desde robar una corona de flores, hasta convertir a la Diana Cazadora en tendedero, pasando por contemplar su existencia en féretros vacíos reconociendo que al final del camino la muerte no discrimina. Termina la noche con las campanadas de la antigua presente Catedral del zócalo y a la luz del día no se pueden ocultar las diferencias irreconciliables.
Caifanes, es sin duda una impresión de un momento importante en la creación de México como lo conocemos, una clase técnica de cinefilia convertida en producción artística y una declaración de principios.
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