The trash can of ideology #19, una columna de Ángel de León
«¡Ay de mí! ¿Por qué los aqueos, de larga cabellera, vuelven a ser derrotados, y corren aturdidos por la llanura con dirección a las naves? Temo que los dioses me hayan causado la desgracia cruel para mi corazón, que me anunció mi madre diciendo que el más valiente de los mirmidones dejaría de ver la luz del sol, á manos de los teucros, antes de que yo falleciera. Sin duda ha muerto el esforzado hijo de Menetio. ¡Infeliz! Yo le mandé que tan pronto como apartase el fuego enemigo, regresara á los bajeles y no quisiera pelear valerosamente con Héctor.»[1]
Giorgio Colli ha señalado la curiosa paradoja de que los griegos fueran tan afectos a consultar al oráculo nomás para desobedecerlo[2]. Saber que cierta acción conduciría a la catástrofe parecía no importarles demasiado; el pueblo que inventó la racionalidad occidental, que aspiraba a la perfección y la armonía, era también un pueblo profundamente autodestructivo.
Aquiles, como Edipo y los atenienses, sabía que sus acciones acarrearían la desgracia. Quizás La Ilíada, más que la reconstrucción poética de un hecho histórico, sea una suerte de prolepsis del destino del mundo griego, de la catastrófica caída del Imperio ateniense. El deseo de gloria que llevó a Pericles a construir su imperio acabaría por ocasionar la caída de Grecia, que hoy podría, como Hécuba, lamentar amargamente que un día fue reina y hoy se encuentra a merced del apoyo de la Unión Europea.
Al mismo tiempo, es el recuerdo de varios hechos traumáticos de la historia colectiva, de las catástrofes que los arqueólogos han descubierto en las muchas Troyas históricas: incendios provocados, desastres naturales, guerras comerciales, todo aquello en que “Homero” veía la presencia de la divinidad, tal como aparece en la Ilíada: Poseidón destruyendo la muralla de los aqueos, o Apolo incitando a Patroclo a proseguir su camino fatal a la muerte, llenándolo de valor y de μῆνιν (cólera), para que se hiciera la voluntad de Zeus, para servir de material a los cantos de los rapsodas y de espectáculo a los olímpicos.
Resulta significativo que el gran poema sobre la Guerra de Troya no termine con la destrucción de la ciudad: el motor del poema, “la cólera del pelida Aquiles”, trae la desgracia a los troyanos con la muerte de Héctor, pero, sobre todo, acarrea la desgracia para el propio pelida, con la muerte de su amado Patroclo.
¿Significa esto que La Ilíada es, como la comedia aristofánica, un alegato en contra de la guerra? ¿Cuál es la posición moral del poeta (es decir, de la tradición encarnada en la palabra “Homero” y, sobre todo, en el cuerpo de los rapsodas) frente a lo que narra? Lo primero que salta a la vista es la imparcialidad de Homero frente a los dos ejércitos; lo mismo alaba a Sarpedón y a Héctor del ejército troyano que a Aquiles y Odiseo del ejército aqueo, y comenta con laconismo, en múltiples pasajes, la indiferencia de los dioses frente a los sacrificios: los hombres rezan y los dioses ignoran sus plegarias. Homero no condena las acciones ni de los dioses ni de los mortales, es como si cantara con la imparcialidad de las Musas, para quienes los hechos del mundo no son otra cosa que material para sus cantos.
Sin embargo, es esta misma distancia la que permite que resuene no una condena moral contra la guerra, sino el testimonio de sus horrores, la oscura consciencia que daría forma a la tragedia ática y que, sin embargo, no salvaría a los griegos de convertirse en súbditos de los imperios macedonio y romano, porque las Musas, a diferencia de los aedos, no dicen el κλέος (la fama), sino lo que realmente pasó:
… ya que son divinas, presentes, y todo
lo saben, mientras que nosotros tan sólo
la fama escuchamos y nada sabemos.[3]
Harold Bloom[4] ha señalado que a lo largo de la Ilíada parece sugerirse que la superioridad de Homero frente a los rapsodas míticos que lo precedieron (como el bardo Tamíramis) está en que el poeta ciego resiste a la tentación de competir con las Musas. Esta aparente humildad constituye la política del discurso homérico, y confiere autoridad a los poemas; en el fondo no importa si existió Homero o el poema se hizo de forma colectiva: la Ilíada está cantada por las Musas.
Así, la imparcialidad homérica es un atributo divino: los mortales se dejan seducir por el κλέος (fama), y su esplendor les impide ver las cosas en tu totalidad, a diferencia de las Musas, que están en todas partes. Pero las Musas, como los rapsodas, poseen el poder no sólo de la διήγησις (narración), sino el de la μίμησις (que, a falta de un término mejor, traduzco aquí como actuación): “divinas, presentes y todo lo saben” (παρεστε τε, ιστε τε παντα), luego de cantar la alabanza de un personaje, transforman su dicción para decir, ya no su κλέος, sino su πάθος, ya no desde la distancia diegética de quien recuerda y celebra la tradición, sino desde la anulación de la propia identidad con la Musa-actriz da paso a una vivencia que alguien, una vez, padeció en tiempo presente, antes de que alguien la convirtiera en mito, antes de que perdiera su humanidad en el equívoco del κλέος, que justifica todos los dolores y todas las pérdidas:
Ojalá pereciera la discordia para los dioses y para los hombres, y con ella la ira, que encruelece hasta al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo. Así me irritó el rey de hombres Agamenón. Pero dejemos lo pasado, aunque afligidos, pues es preciso refrenar el furor del pecho. Iré á buscar al matador del amigo querido, á Héctor; y sufriré la muerte cuando lo dispongan Júpiter y los demás dioses inmortales. Pues ni el fornido Hércules pudo librarse de ella, con ser carísimo al soberano Jove Saturnio, sino que el hado y la cólera funesta de Juno le hicieron sucumbir. Así yo, si he de tener igual suerte, yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa fama y haré que algunas de las matronas troyanas ó dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y con ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas.[5]
Hasta este momento del canto, la actitud del poeta y de la Musa ha sido celebratoria, pero en este instante, el rapsoda y la Musa hablan con la voz de Aquiles, que se rebela contra la celebración del κλέος, es decir, contra el poema mismo, contra su moral centrada en la ἀρετή (excelencia): el mejor de los aqueos dice que sería preferible que perecieran la discordia (ἔρις) y la ira (χόλος), que se han presentado a lo largo del poema como fuerzas gracias a las cuales obtienen gloria (κῦδος) los hombres. Sin embargo, aunque Aquiles implícitamente condena este anhelo de κῦδος, que, como señaló Colli, llevaría a los griegos, siglos después de La Ilíada, a la autodestrucción, inmediatamente después de externar su crítica, se dirige a matar a Héctor. Aquiles se rebela contra ἔρις y χόλος, pero sólo de palabra, y su reflexión no tiene la fuerza de cambiar su destino: Aquiles sigue siendo el mejor de los aqueos, sigue siendo, trágicamente, griego, y decide continuar con el consuelo de que hoy será él quien haga viudas a las troyanas. Sin embargo, es como si el propio Aquiles no creyera ya en sus palabras: el resto de sus hazañas militares las realiza con amargura, pues la gloria no lo puede consolar de haber perdido a Patroclo. Aquiles ya no espera otra cosa que la muerte, pero no sabe hacer otra cosa que buscar la gloria, ¿para qué iba a cambiar, si eso no traería de vuelta a su amigo? Esta amargura persistirá más allá de La Ilíada y alcanzará La Odisea, donde la sombra de Aquiles, cuando Odiseo conversa con los muertos, rechaza el consuelo del κλέος:
No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Ulises: preferiría ser labrador y servir á otro, á un hombre indigente que tuviera pocos recursos para mantenerse, á reinar sobre todos los muertos
Así, aunque luego de la muerte de Patroclo, Aquiles continúa luchando por el κλέος-no puede, no sabe hacer otra cosa-, el dolor y la ironía con los que emprende esa lucha convierten los cantos de su venganza en una especie de anti-Ilíada, donde el rapsoda celebra el κλέος a la vez que el héroe lo condena, como si se rebelara contra el poema mismo. Aunque el κλέος es central para la épica, aunque los mortales se maten todo el tiempo para obtenerlo, La Ilíada, de cierto modo, denuncia su carácter ilusorio: en la invocación a las Musas citada, el poeta habla despectivamente del κλέος como aquello propio de los que nada saben, en contraposición al conocimiento seguro de las Musas. Los mortales “sólo escuchamos el κλέος”, se trata únicamente de un conocimiento inferior, pero la única a la que los mortales tenemos acceso; es mediante la intervención de las Musas, y mediante el carácter mimético de la poesía homérica, que es posible trascender esta limitación: cuando se deja de celebrar al personaje para darle lugar a su voz.
En el encuentro de Odiseo con la sombra de Aquiles, lo mismo que en el asesinato de Licaón, encontramos esta condena del κλέος, y también de la ἀρετή:
¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, á quien engendró un padre ilustre y dió á luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y el hado cruel. Vendrá una mañana, una tarde ó un mediodía en que alguien me quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza ó con una flecha despedida por el arco.[6]
La ἀρετή de Aquiles y Patroclo, de la que deriva su κλέος, está en su valor y en su gallarda figura; sin embargo, lo mismo que el cobarde y deforme Tersites, lo mismo que los mezquinos pretendientes de Penélope y que el inferior Licaón, son aguardados por la muerte. Cuando Odiseo, en su visita al Hades, celebra a Aquiles como el rey de los muertos, lo pone frente a frente con su κλέος, pero Aquiles pone a Odiseo de frente con la realidad detrás del κλέος, lo mismo que hizo en La Ilíada con Licaón: detrás de esta belleza, detrás de ese κλέος y esa ἀρετή, sólo soy sólo un cadáver[7], soy un ser para la muerte, y en eso todos nos parecemos.
Pero esta reflexión no alcanza para modificar a Aquiles. Su carácter, como le espeta Agamenón en el canto primero, viene de los dioses, fueron quienes lo hicieron belicoso, del mismo modo que hicieron atractivos a Helena y a Paris. Regalos funestos, como el caballo de Troya. Aquiles no es capaz de cambiar: luego de tener su anagnórisis frente a la muerte de Patroclo, luego de advertir la distancia entre su κλέος y su condición humana, lo único que pasa es que su μῆνιν crece, mata todavía con más violencia, y cuando su sombra se encuentra con Odiseo en el Hades, todavía le consuela conocer el κλέος de su hijo.
La propia Musa, en su imparcialidad, señala la limitación del κλέος cuando relata las reacciones a la muerte de Patroclo: Briseida y las demás esclavas de Aquiles le lloran, éste era compasivo y dulce, a diferencia del cruel y caprichoso Aquiles. Patroclo no vuelve al campo de batalla atraído por el deseo de gloria, sino porque no soporta el espectáculo de la muerte de sus amigos. Cuando muere, los aqueos lamentan su muerte más que la de ningún otro: no solamente ha muerto un varón esforzado y hábil para matar, sino un hombre de buenos sentimientos, que se distingue de los otros aún dentro de las limitaciones de la moral de su tiempo.
El el siglo XXI exige perfección moral y ahistórica a los textos literarios, por lo que alabar a Patroclo por “ser amable con las esclavas” no deja de resultar irónico: a fin de cuentas, siguen siendo sus esclavas y objetos sexuales. Pero no le pidamos peras al olmo: Patroclo, se distingue moralmente de los demás personajes, caracterizados, por lo general, por la violencia y la arbitrariedad. Es válido señalar el equívoco de la situación, ya lo harán, posteriormente, los dramaturgos atenienses cuando pongan en escena la suerte de las esclavas, pero creo que, hasta cierto punto, debemos tomarle la palabra a la Musa cuando dice que las esclavas eran felices con Patroclo, y que agradecían su suerte, en contraste con la de estar solas con el violento Aquiles. Patroclo no comparte los defectos de otros grandes guerreros, como Áyax, Aquiles, Agamenón y hasta el propio Odiseo; no tiene, de los primeros tres, el carácter violento, ni del cuarto la frialdad calculadora que lo lleva al éxito. Y, sin embargo, Patroclo es partícipe de algo esencialmente destructivo: la guerra. Patroclo está de acuerdo con ese estado de cosas: cumple con lo que se espera de él, y lo que se espera de él es terrible. Así mismo, goza de la recompensa por sus servicios: se acuesta con las esclavas. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Es difícil ponerse completamente por encima del propio momento, hay cosas que, por nuestro contexto, somos incapaces de ver; Patroclo se distingue de los demás tanto como es posible sin convertirse en un héroe transgresor, y en ello radica su tragedia: finalmente, no puede evitar ser parte de ese mundo y esa ideología, no es inmune a sus afectos, por lo que, aunque su motivación primera para volver al campo de batalla es apoyar a sus amigos, al final sucumbe ebrio del deseo de gloria, que una deidad infunde en su pecho para perderlo. Desde este punto de vista, Patroclo, como todos en la guerra de Troya, merecía morir.
Lo mismo sucede con el personaje de Héctor, que en el coloquio con Andrómaca declara, amargamente, conocer el destino aciago que le espera a los troyanos: la única gloria que puede esperar es la de morir luchando para defenderlos, aun sabiendo que se trata de una batalla perdida de antemano. Otra vez Héctor-como todos, en la Grecia arcaica lo mismo que en el siglo XXI-, está limitado por la ideología de su tiempo, y hay ciertas opciones en las que es incapaz de pensar: no puede huir con su esposa y con su hijo y darle la espalda a su patria; es probable que a la propia Andrómaca lo despreciaría si sugiera semejante solución. Sólo a los cobardes como Tersites se le ocurren esas cosas en un poema que trata del κλέος: habrá que esperar a que la comedia y la tragedia se apoderen de los escenarios para escapar a estas trampas ideológicas. ¿Amarían todos como aman a Héctor si no fuera el incansable defensor de Troya? A su manera, dentro de los límites afectivos e ideológicos de su mundo, la única forma que tiene Héctor de manifestar su amor por su esposa, por sus padres, por su patria y por su hijo, es muriendo por ellos. Su nobleza es, pues, profundamente equívoca, pero no había otra forma de ser noble en este contexto.
A través de la figura de Andrómaca, la Musa evidencia, de manera sutil, slos horrores de la guerra: la felicidad de Andrómaca, como la de Tecmesa en el Áyax de Sófocles, depende fatalmente de la protección de su marido. Lo mismo sucede con el caso de las esclavas que, como Briseida, están expuestas a los avatares de tener un amo amable o cruel: muerto Patroclo, queda a merced del violento Aquiles, luego de haber estado en la tienda del detestable Agamenón. Sin embargo, aunque el poema nos muestra estos indicios (pues las Musas están siempre presentes, y son testigos también de las lágrimas de las cautivas), no por eso deja de celebrar la gloria de la guerra: nos ofrece imágenes memorables como la de Diomedes semejante al sol cuando se pone sobre el mar, iluminándolo con su gloria, así como la de Aquiles vestido con la armadura de Vulcano para luchar contra un río, y muchas otras más. El poema no toma una postura moral frente a los acontecimientos que narra: tiene la soberbia indiferencia del terremoto y de la muerte, y sin embargo, estos cantos fueron la enciclopedia de los griegos, la fuente de la παιδεία (formación), y Homero su venerado maestro. En esa extraña paradoja residen la extrañeza y la grandeza del poema para una mirada contemporánea: La Ilíada no es una preceptiva, ni una guía de moral, es un canto que muestra el horror, la grandeza y las paradojas de la realidad que describe, de la forma en que ésta fue experimentada por los griegos, y puesto que esta experiencia incluye a la muerte, la ira, la venganza, la justicia, el poder y lo divino, tiene mucho que decirnos todavía.
[1] Ilíada, XVIII. Versión de Luis Segalá y Estalella; tanto para las citas de La Ilíada como de La Odisea, a menos que indique lo contrario, utilizo esta versión.
[2] En El nacimiento de la filosofía
[3] CantoI. Traducción propia
[4] En Genios: un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares
[5] Canto XVIII
[6] Canto XXI
[7] Conviene recordar que, en griego homérico, la palabra que en Platón designaría al cuerpo, σόμα, significaba cadáver. No había palabra para cuerpo, como nos recuerda Foucault: en el campo de batalla había miembros, torsos, sangre… y cadáveres, pero no cuerpos.
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