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“Diuturna enfermedad de la esperanza”: Amor a la carta y la poesía de la incertidumbre | The trash can of ideology #04

The trash can of ideology #04, una columna de Ángel de León


No me gustan los finales abiertos. Por un lado, hay esperanza, por el otro, ansiedad. O tal vez sean la misma cosa. Quiero pensar que el señor Fernández llegará con Ila en ese tren[1]. Pero no me va a dejar dormir la idea de que no va a pasar. Quisiera saber que nunca se encontrarán o que sí. Pero la vida no es así, la vida no tiene otro final que la muerte. Mientras eso no suceda, incertidumbre, y esa es la horrible sensación que me producen los finales abiertos.

Otra posibilidad es llamarle a esa incertidumbre esperanza. Sor Juana Inés de la Cruz percibió el secreto nexo entre ambos sentimientos, y en su soneto Diuturna enfermedad de la esperanza, denunció la falsedad de este concepto, que promete lo incierto, que nos mantiene en el medio “entre la desesperación y la confianza”. A ninguna de las dos podemos entregarnos, se nos priva del placer melancólico de saber que todo está perdido y lamentarnos por ello, y del placer de la confianza ciega del que se lanza a la vida sin el estorbo de la reflexión, quien se avienta “como gorda en tobogán”.

Estas dos imágenes, estas dos sensaciones, la de la balanza y la del tobogán, remiten a dos estructuras dramáticas: la pieza y la tragedia. En la tragedia, el personaje, intransigente y apasionado, salta sin importarle las consecuencias, se deja ir. El final de una tragedia, por terrible que resulte, siempre está acompañado por el triunfo del personaje: la madre de Bodas de sangre, al final puede dormir sin miedo, porque todos sus seres queridos han muerto. Ha asesinado la esperanza, ha roto la balanza: o se es o no se es.

¿quién te ha quitado el nombre de homicida
pues lo eres más severa, si se advierte
que suspendes el alma entretenida
y entre la infausta o la felice suerte
no lo haces tú por conservar la vida
sino por dar más dilatada muerte?

Estos versos de Sor Juana podríamos espetarlos a la pieza[2] en contraposición a la tragedia, que al menos nos ofrece el consuelo de lo definitivo, el descanso de la muerte que anhela Hamlet. Podríamos decirle a la pieza: eres más homicida que la tragedia, pues suspendes el alma entretenida. La estructura de la pieza es como una balanza: mantiene al personaje, lo mantiene en vilo. Nada es definitivo en las piezas, salvo la continuidad de la vida. La balanza puede inclinarse, por momentos a la desesperación, por momentos a la confianza, pero siempre regresa a su precario equilibrio. El tío Vania ni mata a Serebriakov ni se suicida, luego de dos horas de rumiar su rencor contra ese hombre y de analizar la mediocridad de su propia existencia; su exabrupto final no produce nada definitivo, es un mero desahogo luego del cual, continúa viviendo. Y ni él ni nosotros sabemos qué va a pasar después. La estructura abierta de las piezas, que nos prometen la continuidad del ciclo de acciones cotidianas (pararse por la mañana, desayunar, trabajar, trabajar, trabajar), no nos permite el descanso de la muerte. Se mantiene en equilibrio la balanza, y a las personas de temperamento apasionado nos gustaría romperla y saber de una vez por todas la palabra definitiva.

La estructura de la narración de Amor a la carta, es como la estructura de la pieza. Los personajes no se encuentran a la plenitud de la desesperación. En una escena, el señor Fernández se entera del suicidio de una mujer con su hija; por un instante, sentimos que pudo ser Ila, pero al día siguiente, el señor Fernández recibe su carta… la suicida ha dejado que la balanza se rompa, que la desesperación la hunda; Ila, no. Ila prepara, como de costumbre, la comida del señor Fernández, arregla la ropa de su marido y manda a su hija a la escuela.

Casi no hay música en la película. Los acontecimientos tienen un carácter extremadamente cotidiano y la fotografía parece descuidada y anodina. No tenemos hermosas tomas de la ciudad: tenemos la sordidez del metro y la monotonía de la oficina. Y, sin embargo, esto hace que resalte el carácter poético del encuentro entre los dos personajes, y es esa poesía-la poesía de las confesiones, del olor de la comida, de los recuerdos y los programas viejos que hacen reír siempre con los mismos chistes-, la que cambia la vida de los personajes. Es en este punto que la obra, felizmente, se diferencia del movimiento habitual de la pieza, y de la sombría visión de Sor Juana, que seguro le partiría el alma a Vania y a las hermanas Prozorov de Chéjov.

Como en la pieza, asistimos a un proceso de reconocimiento de los personajes, a un movimiento interno que se contrapone a la monotonía de la vida exterior, a la continuidad de una vida que no cambia, ni para bien ni para mal. Pero en la pieza, los personajes terminan en el mismo sitio donde comenzaron; a pesar de haber adquirido conciencia, son incapaces de cambiar su situación. En esta película, en cambio, Ila efectúa un cambio exterior: se muda a otra ciudad con su hija, abandona a su marido infiel y comienza una nueva vida. El señor Fernández encara su jubilación, él que ha vivido enteramente para su trabajo, de la misma forma que Ila encara el fracaso de su matrimonio. El señor Fernández asume su vejez, y ambos asumen su soledad. Pero el cambio no es catastrófico para ellos, a través del ejercicio epistolar, logran encontrar un sentido a sus vidas. Se han permitido agitar la balanza sin el carácter violento y destructivo de la tragedia, pero con la misma voluntad de atreverse a cambiar una situación. Entonces, la balanza vuelve al equilibrio.

La película cierra con el aire agridulce que tiene la vida, donde no hay un final definitivo. Los personajes no terminan con una radiante felicidad, simplemente, siguen adelante, pero algo ha cambiado en su interior, se abre la posibilidad de sonreír un poco más. No sabemos a dónde conduce el tren al señor Fernández, pero sabemos que, acaso, lo lleve a la estación correcta: en ese tren, la gente canta. Conscientes de que la vida es dura y está llena de frustraciones cotidianas, Ila y el señor Fernández deciden apostarle a la vida. La esperanza, para ellos, no es la enfermedad que para Sor Juana; más bien se parece al pajarillo de Emily Dickinson, que sigue cantando en medio de la cotidianidad de la vida:

Hope is the thing with feathers
that perches in the soul
and sings the tune without the words
and never stops-at all
And sweetest – in the Gale – is heard –
And sore must be the storm –
That could abash the little Bird
That kept so many warm.[3]


[1] Un hombre y una mujer que, por un error del correo, empiezan a intercambiarse cartas… ella le manda comida al trabajo, se cuentan su día, sus ideas… nace una especie de amor. Al final, luego de romper la relación epistolar, ella se muda, y la película nos muestra al señor Fernández en un tren cuyo destino ignoramos.
[2] Para Luisa Josefina Hernández y Rodolfo Usigli, se trata del único género dramático verdaderamente moderno, reflejo de los conflictos de la aburrida y antiheroica clase media, sometida a la tiranía de las deudas y la costumbre.
[3] “La esperanza es la cosa con plumas/que se posa en el alma/a cantar la melodía sin letra/y que nunca calla/. Y es más dulce en medio del huracán, / y amarga será la tormenta / que doblegue al pajarillo / que a tantos dio calor”. Traducción propia