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El barrio | Apología de lo mundano #07

Apología de lo mundano #07, una columna de Paola Arce


Según la subjetividad de cada quien se otorgan características de belleza al entorno. Aunque siendo más justos y puntuales no hay total libertad de elección cuando se vive inmerso en un contexto cultural. Una de las cosas que nos ha enseñado la emergencia mundial es a valorar y mirar más profundamente aquellas esferas de nuestra cotidianeidad que damos por sentadas. Viviendo en una ciudad capital no hay muchas oportunidades de belleza dentro de una selva de cemento cuya contaminación, ajetreo y problemas varios obstaculizan las oportunidades de darse un respiro; sin embargo, existen piezas arquitectónicas dignas de apreciar, desde aquellas grandes edificaciones prehispánicas hasta la modernidad convertida en majestuosas obras con gran peso en la significación histórico-social o bien dominantes estructuras sobre un terreno pantanoso y altamente sísmico; aunque cada una de las mencionadas bien merecería sus propias letras, en esta ocasión traigo el Lado B de la belleza de la ciudad, el Barrio. En el texto urbano desconocido se cuecen las ideas, se resignifican los espacios y se toma el sentido de la vida misma mientas el cuerpo transita por sus calles.

El Valle de México tiene una pluralidad de coexistencias, se puede pasar del barrio más lujoso al más peligroso con sólo cruzar la calle. Las marcadas diferencias y límites entre “ellos” y “nosotros” en la estructura económica se ven impresas también en los espacios. Los cerros han sido la medida del crecimiento de la población al irse desplazando la mancha urbana cada vez más cerca del cielo, a estos rincones surrealistas desconocidos, con sus propias gentes y culturas.

Una de las ventajas de vivir “donde da vuelta el aíre” es una vista panorámica de la vida en la ciudad con sus luces perpetuas. La poca accesibilidad que da la altura en la que se encuentran convierte a estos barrios en “pueblos sin ley” en donde todo está permitido: La apropiación del espacio público para colocar un puesto de tacos o antojitos varios; las ferias de iglesia que suspenden el transito de sus únicos dos angostos carriles por hasta tres días con juegos mecánicos que balancean su inclinación con tabiques y palos dejando en las manos de la física la vida de más de un incauto; cerrar la calle con una carpa para la tradicional fiesta de XV años, el bautizo o la comunión donde la única invitación necesaria es el sonido de la música cimbrando las ventanas que atrae a propios y extraños a la celebración; o bien, tomar una fresca bebida con grados de alcohol al pie de la banqueta de la casa propia con los amigos de la infancia. La vida colectiva le otorga sentido al espacio público instrumentando elementos que constituyen físicamente la ciudad, distintas formas de construcción de la vivienda con el tiempo se convierten en referencias de navegación por sus bizarras características. Acá, se ven los sistemas de seguridad más sofisticados, con algunos afilados pedazos de lo que antes fueran botellas de vidrio se impide al más audaz ladrón trepar bardas y por cámaras de vigilancia, las vecinas, que con el tiempo han desarrollado su sentido arácnido.

Las bardas y paredes del barrio son piezas indispensables de la belleza de lo urbano, sus colores vivos demarcan el gran juego de Tetris que es la construcción en un terreno diagonal. En épocas decembrinas, los adornos en las marquesinas hacen lucir al cerro como un gran árbol de navidad. Se trata de lienzos dispuestos para la expresión que se renuevan cada tanto con una capa de cal con agua. Se pueden utilizar para declarar el amor ardiente o pedir disculpas sentidas; para propaganda política que demarca los límites de la presencia de ciertos partidos en el espacio y anunciar a los habitantes la fecha en que tendrán lugar bailes y fiestas patronales. Igualmente sirven para rendir homenaje a los amigos que ya no están, pero que nos habitan para siempre, la belleza del recuerdo anónimo convertido en arte anida en el barrio.