OPDV (Otro Punto De Vista) #03, una columna de Ana Laura Vera
Una de las interacciones comunitarias que más curiosidad causa a la sociología es quizás la guerra. El conflicto bélico bajo intereses diversos no solamente rompe los conceptos de civilización, solidaridad y progreso, sino que sustenta el origen mismo de la civilización como la conocemos. Los conflictos bélicos han sido desde tiempos inmemorables el punto y aparte que inicia o concluye capítulos en la historia, formando parte de nuestra identidad tanto como seres humanos como individuos pertenecientes a comunidades determinadas.
La guerra es, por tanto, un tema altamente fructífero en el campo artístico. Ya sea en las grandes pinturas de viejos generales, comandantes o emperadores en pleno campo de batalla, representaciones metafóricas de sus logros militares, extensos poemas épicos, fotografía corresponsal o incontables novelas literarias, es difícil hoy en día no encontrar referentes sobre ella.
Dado que la literatura ha jugado un papel fundamental en la construcción identitaria de las culturas alrededor del mundo, es necesario comprender la importancia que posee la literatura bélica en este papel. Libros como Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque o Guerra y paz de León Tólstoi, han fungido como puntos de referencia bajo los que se pintan en el imaginario colectivo los horrores y sinsabores de acciones en las que solamente un porcentaje de los hombres ha llegado a participar. Por supuesto, la escritura de estos conflictos no se limita a aquellos que engloban grandes proporciones del mundo, sino también a conflictos locales que, dentro de la panorámica general de la historia, pudiesen llegar a pasar desapercibidos.
Es dentro de estos textos donde quizás se halla una temática de escritura cuya exploración podría llegar a abarcar aún más que aquella que describe el conflicto con lujo de detalle. Me refiero, por supuesto, a los textos que hablan de los tiempos antes y después de la guerra, pero contemplados por aquellas personas que se quedan atrás. Estos espectadores lejanos forman, sin quererlo, la herida latente resultado de los conflictos bélicos. La manera en que se pueden llegar a narrar en un texto los crudos cambios que se generan no solamente en el espacio geográfico, sino en la psique y construcción emocional de los seres humanos puede revelar incluso mucho más que la sobriedad de la acción violenta en sí. La locura, la depresión, la decepción, o hasta la indiferencia, pueden configurar una interpretación más reveladora sobre los estragos de las distintas guerras a lo largo de la historia. Es así como vemos la poesía aérea de Carlos Wieder en Estrella distante, de Roberto Bolaño, como una primera señal completamente irracional de la fría mente del asesino. La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, nos pinta por su parte un escenario desolado lleno de persecuciones e intrigas, en una Barcelona destruida moralmente después de la Guerra Civil Española. Ambos textos abren al lector una ventana en la que puede asomarse y contemplar una pintura que, aunque relativamente suave, se tiñe entre líneas de lo grotesco. Carmen Laforet, por su parte, dibuja en Nada la contaminación profunda resultado de la guerra que se incrusta y corrompe a su manera a cada uno de los personajes, encrucijando al lector visitante en situaciones incómodas de leer, pero terriblemente plausibles. Julia Navarro colorea en los matices grises del olvido a su personaje principal en Dime quién soy, una mujer anteriormente espía durante más de un conflicto bélico, colocándonos en los zapatos de aquellos que protagonizan estos crueles capítulos de nuestra historia como especie. Y aún más allá del campo narrativo, la literatura de la guerra nos lleva a textos como Si esto es un hombre, de Primo Levi, o a autores como Susan Sontag o Hanna Arendt, que profundizan en el intrincado camino de la psicología dentro de ideologías bélicas, ya sea como testimonio o como trabajo de campo.
Pero, ¿por qué es importante retratar en la inmortalidad literaria el gesto más cruel del ser humano? ¿Por qué es esencial construirnos bajo los parámetros que se delimitan durante la guerra? ¿Por qué es necesario recordarlo?
La respuesta más plausible es un trillado dicho: “hay que recordar para no repetir”. Curiosa frase, con un sentido que raya en el cinismo. Paul Preston, el historiador británico, clamaba abiertamente que “quien no conoce su historia está condenado a repetir sus errores”, quizás sin saber que, por naturaleza, los repetiremos aún teniendo plena conciencia de ellos; dudo fuertemente que los hombres enlistados para el combate no perciban la profundidad del pozo en el que están a punto de entrar mientras se trasladan al frente; y más seguramente recuerdan a la perfección una larga lista de conflictos bélicos de enorme magnitud. Sin embargo, helos ahí.
El ser humano no solamente repite sus errores, sino que debe repetirlos. Ya sea por medio de la literatura, la pintura, el cine, la fotografía, etc., debemos procurarnos una constante repetición de estos errores, precisamente porque nos construyen. Somos seres formados por error -entiéndase error divino, error evolutivo, error en el cosmos-. Y como tales, el error nos mantiene frecuentemente asediados por la esencia de nuestra existencia. Necesitamos conocer la historia, pero no para evitar repetirla, sino para recordar de qué estamos hechos, qué nos forma y qué nos deshace, qué nos une y qué nos divide. La literatura que retrata los muy variados puntos de vista de la guerra hace mucho más que solo narrar una historia, comenzar por un principio y terminar por un punto final. Bolaño, Navarro, Tólstoi, Remarque y muchos otros persisten en grabar en la piel de la historia un fragmento elemental que nos compone a todos como especie: la necesidad de probarnos a nosotros mismos que continuamos poseyendo la superioridad estratégica e intelectual para destruir(nos) cualquier obstáculo que estorbe en el camino hacia el progreso.
Escribir <preposición> la guerra es entonces más que un pasatiempo. Es darle forma en algo no solamente más tangible, sino más digerible. Algo que nos permita poseer en nuestras manos, aunque sea por un periodo encerrado en x cantidad de páginas, el sistema nervioso lleno de un impulso furioso de vida que enmarca y refleja el lado más tosco de la humanidad y cómo ésta forma comunidades a partir de referentes generales que nos involucran, aún al separarnos.
Benedict Anderson ofrece una visión más amplia sobre este punto en su obra Comunidades imaginadas, donde desarrolla el concepto de comunidad, más específicamente de nación, como un constructo social y artificial en el que los individuos que la componen se visualizan a sí mismos como pertenecientes a ella. Por medio de requisitos o características creadas por el imaginario colectivo, el integrante de una comunidad enlista todo aquello que le hace perteneciente. Esto, curiosamente, es el mecanismo por medio del cual se argumentan los conflictos bélicos. Dos naciones, grupos, colectivos, comunidades, etc., que se enfrentan el uno al otro debido a que sus rasgos de pertenencia no son compatibles, son en esencia diferentes o poseen metas que se contradicen son el factor repetitivo en los errores históricos.
El arte ha poseído siempre el papel de registro histórico del hombre como individuo, colectivo, civilización y especie. La literatura, por tanto, puede pintar de ficción la historia, sin alejarse de ella al hacerlo. Al escribir la guerra, no hacemos más que fortalecer el trabajo del arte como testigo, aún con los textos más imaginativos, cínicos, crudos o tediosos que hablen sobre ella. Todos estos aspectos, todos estos adjetivos son absolutamente posibles como resultado de la guerra y pavimentan el curso hacia el que la humanidad se ha encaminado dentro de la naturaleza. Quizás, a fin de cuentas, es la guerra lo que nos constituye.
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