The trash can of ideology #02, una columna de Ángel de León
La antigua ama de llaves está a punto de salir al encuentro de su expatrona; su sucesora, Chung-sook, con el descuido y la espontaneidad de los dibujos animados, le da una patada, y ella se golpea en la cabeza al caer por las escaleras.
Pero Parásitos no es un dibujo animado, aunque a veces lo parezca, como en una de las escenas centrales de la película, cuando los miembros de la familia se arrastran, como gusanos, fuera de la casa de los patrones; podríamos estar ante una escena de Scooby Doo, donde los héroes huyen de los monstruos.
El Coyote que cae al barranco es gracioso porque no tiene consecuencias, pero la antigua ama de llaves, como resultado del golpe, muere. La simpática Chung-sook se convierte en asesina. La imagen de los gusanos arrastrándose es demasiado humillante para resultar graciosa: sobrevive en mis oídos la descripción del señor Park del olor de su chofer, el olor a sucio del que viaja en el metro, ¿y no nos arrastramos todos, en ese hacinamiento, como gusanos?
Se ha vuelto tradición contabilizar las profecías cumplidas de Los Simpson. Situaciones grotescas, caricaturescas, como la victoria de Trump. Parásitos ofrece, acaso, una respuesta al porqué de estos aciertos: es que el mundo creado por la ideología que sustenta el capitalismo es grotesco, irreal. De ahí que el tratamiento fársico de la historia no sea un mero capricho estético: no podría contarse de otra manera. Tal vez sea improbable que haya un hombre viviendo en la habitación secreta de una casa burguesa, pero la escena de Ki-Jung fumando, sentada sobre la tapa del inodoro para que no se siga saliendo la mierda, en medio de una terrible inundación, aunque es una escena igual de grotesca que la anterior, es algo que pasa todos los días a un amplio sector de la población mundial.
Héctor Aguilar Camín, en el epílogo de su novela La guerra de Galio, señala la dificultad del artista, que según los cánones clásicos compone sus narraciones de acuerdo al principio de verosimilitud, frente al carácter inverosímil de lo que pasa en el mundo. Sobre todo, añadiría, en el mundo de los parásitos, donde una familia abre la ventana de su miserable casa cuando fumigan la calle para que les entre algo del veneno y mate la plaga de insectos, porque ellos no pueden pagar por este servicio. Es difícil de creer, pero que no le pase a uno no significa que no pase. Lo real no tiene la obligación de ser verosímil, a menudo es absurdo, incomprensible y traumático.
La crítica de Bong Joon-Ho no se dirige precisamente a la desigualdad del sistema capitalista; este hecho es evidente, es sólo el contexto necesario para comprender la película. La crítica del director es más sutil, y se dirige a lo que está debajo, al señalar la actitud de los propios oprimidos, con lo que señala una opresión aún más violenta que la opresión material: la opresión ideológica. Parásitos nos revela lo real oculto detrás de la caricatura; lo caricaturesco, que reprime eso real, es la ideología que nos dice que en este sistema se puede salir adelante, no importan tus limitaciones, con “mentalidad de tiburón”. Semejante ideología justifica el fraude y el asesinato que comete la familia Kim a lo largo de la película; los oprimidos actúan fieles a la moral de los opresores, que imposibilita la aparición de la conciencia de clase: la ex ama de llaves es vista como su enemiga, nunca como su igual. Es sólo tras experimentar el límite de la humillación, que se le revela al padre la brecha irreductible de la desigualdad, pero ya es demasiado tarde: los personajes han ocasionado el despido de sus iguales, han matado a una mujer, han sido incapaces de ser solidarios con su clase, se han comportado con respecto a sus iguales como los ricos empresarios en la competencia con otros empresarios, igual de libres que ellos para ascender en la escala social y aumentar su riqueza a través de su esfuerzo, su talento y su ingenio. Así, como un violento retorno de lo reprimido, sobreviene el asesinato que, de todos modos, no va a cambiar nada: es la mera expresión de la impotencia, un gesto vacío que nace del dolor más profundo. Ki Taek asesina a su patrón. Los personajes, al final de la historia, son más conscientes del horror de su situación, pero esto no genera en ellos un cambio profundo: siguen cargando la piedra de la ideología, no son capaces de imaginar la posibilidad de cambiar; el hijo de Ki Taek aspira, como al principio, a ascender en la escala social para comprar la casa y salvar a su padre. Nadie ha aprendido nada. Y la casa será revendida por el ingenio de las compañías de bienes raíces. Acaso ni siquiera fue necesario ocultar la historia del crimen: tal vez fue el encanto apropiado para pescar a un comprador fetichista.
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