Ojos abiertos #29, una columna de María del Rosario Acevedo Carrasco
Para Antonio Borges, muerto en 1945.
Con esa dedicatoria comenzaba el texto publicado en 1949 en la revista América, una serie de poemas escritos por un joven de 23 años después de la muerte de su mejor amigo. Con el tiempo y el reconocimiento “Introducción a la muerte” quedó en el olvido, el poeta, quien resultaría ser el mismísimo Jaime Sabines, no volvería a publicarlo en ninguno de sus libros ni se hablaría más de él.
El título no deja mucho a la imaginación, a lo largo de un prólogo, tres ciclos y un umbral, Sabines nos narra un encuentro con la muerte y el viaje al más allá. En cada verso nos comparte sus reflexiones y pensamientos en torno a la vida y la muerte desde los ojos de alguien que en el ápice de su juventud, ha perdido.
El prólogo comienza con la visión de la muerte acercándose, cabalgando la esperanza, pero no se siente como un temor o una amenaza, es solo la muerte. Y crecemos a su sombra, se rige por las mismas leyes de la naturaleza que las piedras y los milagros, nos recibe con dulzura cuando la vida decide matarnos, arrojarnos a los brazos tiernos en los que descansaremos por la eternidad. Una vez que conocemos a esta benévola figura, aparece Antonio, que a los veinte años murió sobre la nieve y, por única vez, el autor deja ver su sentir sobre la muerte que lo cambió todo. Se percibe una negativa a aceptar lo sucedido y, al final del prólogo, el golpe de realidad al finalizar abruptamente el bucle de negación que llevaba tres años apartando al autor de la realidad. Antonio, su amigo, está muerto.
El ciclo primero se habla del morir, de abandonar el cuerpo para salir allá, al sitio sin nombre que es la muerte. Sin sentidos, cuerpo ni espíritu, sumidos en la obscuridad del no lugar que nos recibe tras desprendernos de todo lo que fuimos en vida; y puede haber un Dios, si así se desea, pero en el proceso se desechan los tabús, la metafísica, el símbolo y la conciencia. No es más de lo que hay, y lo que hay, es ausencia.
En el ciclo segundo hemos llegado al más allá y recordamos la existencia, sabiendo que esta trasciende al lugar en que nos encontramos todos. “Soy anterior a mi destino, posterior a mi tumba y a mis huesos”, dice Sabines, mientras nos cuenta que allá se es libre de toda atadura, incluyendo al tiempo que ha dejado de existir. Se habla de los muertos, uno se tiene que arrancar la cabeza para continuar hablando de los muertos, esos que nos esperan sin esperar, en silencio.
El ciclo tercero es quietud absoluta. Es el centro del universo, en calma, donde todas las almas se unen y las lágrimas convergen en una sola, lo que fue se fusiona en uno mismo, en una sola existencia colectiva e imperturbable. La tierra prometida no es real, la esperanza del paraíso y el temor del infierno se reducen a este lugar, a las estrellas iluminando la penumbra, a la vuelta del alma al lugar al que pertenece. No hay lugar para misterios y suposiciones, se abandona a la cruel muerte para volver con amor a ella, a la paz de su destino final y origen de todo.
El umbral no es más que el páramo de la muerte, el sitio en que el mar y las montañas se vuelven uno solo, sumidos en la soledad del otro mientras la naturaleza perdura y sigue su curso. El viaje ha terminado, pero la esencia continúa indefinible, es momento de abandonar y entregarnos a lo que sea que venga en el siguiente paso.
Y al final, los lectores caemos en el vacío, como lo haremos el día en que partamos de este mundo y nos encontremos de frente a la muerte que lleva una vida siguiendo nuestros pasos, como lo han hecho quienes ya se han ido, como lo hizo aquel joven de veinte años que murió en la nieve y como lo hizo su mejor amigo para poder vivir con la ausencia.
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