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La voz, refugio de la identidad: Verdecruz o los últimos lazaretos | The trash can of ideology #28

The trash can of ideology #28, una columna de Ángel de León


La voz, refugio de la identidad: Verdecruz o los últimos lazaretos

Muros transparentes nos separan del escenario. De pronto, los intérpretes se colocan audífonos y empiezan a hablar como no se habla en el teatro: con muletillas, repeticiones, tartamudeos. Una proyección al fondo nos indica el nombre y la edad de quien habla. Cada intérprete presta su cuerpo a distintas voces, que se revelan, poco a poco, como los habitantes de un viejo lazareto, donde los enfermos de lepra eran aislados de la sociedad, hasta que el descubrimiento de una cura precipitó el cierre de estos establecimientos, cuyos habitantes habían convertido en hogar. “Fue violento cuando los abrieron y violento cuando los cerraron”, dice una de las voces.

Los intérpretes no se escuchan unos a otros, ni a sí mismos, mientras hablan: escuchan, en los audífonos, los testimonios de las personas entrevistadas a los que encarnan en la puesta en escena, reproduciendo hasta el matiz más sutil de sus voces. Imagino su deambular por el escenario como una experiencia de trance, donde no hay más realidad que esas voces que los aíslan del mundo, como a los rapsodas que recitaban La Ilíada la voz de las musas que, en un rapto místico, reproducían frente a la audiencia para evocar un pasado perdido. A esa experiencia, antecedente de la actuación, los griegos le llamaban mímesis, donde el cuerpo de alguien encarnaba otra cosa, anulando su identidad.

Actuar es, ante todo, un arte de la encarnación, ya sea de las fuerzas primigenias, de los dioses, de los héroes del pasado o de los demonios de la psique. Pero este montaje no dirige su mímesis ni a las estrellas ni a los abismos interiores; recupera, a la vez que el aspecto ritual del teatro, su aspecto social. Mediante la técnica Verbatim -la reproducción fiel de las palabras de los testimoniantes-, el equipo de Verdecruz o los últimos lazaretos, bajo la lúdica dirección de Mario Espinosa, que pone los recursos estéticos del teatro (iluminación, música, movimiento), al servicio de un acto de concientización social, presta su cuerpo a la voz de sujetos condenados al olvido por un problema que, desde el mito del progreso, parecería superado.

En tiempos donde está de moda hablar de la “pertinencia” de un montaje, esta obra, desde una poética, la del Teatro Documental, caracterizada por su compromiso político, se atreve a ser impertinente, con un problema que ni es cercano ni mucho menos popular (los conflictos bélicos en oriente no son cercanos, pero salen en las noticias). Pero estos problemas “secundarios”, que ni son mediáticos ni forman parte de la agenda de nadie, son los que mejor revelan el selectivo egoísmo de la civilización, para quien, aun entre los oprimidos, unos cuerpos importan menos que otros. Esta puesta de escena rescata las voces de muchas personas que ya están muertas, y cuyo problema no le importa a casi nadie, ¿pero no es una de las misiones del teatro, desde su origen, el rescate de las voces de los muertos?

Walter Bejamin, cuyas ideas son citadas en el montaje -mediante testimonios de filósofos y sociólogos-, veía en la historia una posibilidad mesiánica: quienes estamos en el presente debemos redimir a los muertos, escuchar su llamado y, en su nombre, detener la marcha del “progreso”.

Esta pausa mesiánica acontece en el escenario cuando el montaje pasa de los datos duros y el testimonio de la miseria, a las penas, las esperanzas y las alegrías de los habitantes del lazareto. Mediante el ensamblaje dramatúrgico, a cargo de Ingrid Bravo, que crea un mosaico hábilmente equilibrado con testimonios de diversa naturaleza (autoridades e intelectuales en contacto con los enfermos/los enfermos, información/recuerdos, testimonio de la injusticia/la alegre porra del lazareto), se elude el retrato amarillista, tan “pertinente” en nuestros días, que reduce la identidad de las personas a su papel de víctimas. El lazareto -con todos sus inconvenientes, con toda su violencia, que el montaje no disimula-, se convierte en un hogar, donde sus habitantes han formado una familia y construido, no a pesar de su condición, sino a partir de ella, formas de gozar la vida. Así, nos enteramos de los romances, los desacuerdos, los proyectos artísticos, las porras (donde alegremente dicen “soy leproso”), que conviven con la rabia, la tristeza y la denuncia. Pero lo más valioso de este montaje, más allá de la reflexión sociológica, es el rescate de la insospechada poesía que tiene cada voz, la forma única en que cada ser humano transforma el lenguaje, y que se hace evidente por la técnica vocal del elenco, que presta su presencia escénica a la voz de los “leprosos”, que en su momento no fue escuchada, para que trascienda el anonimato.

Tal vez el gusto que los humanos encontramos en las imitaciones (de un profesor querido, de una tía que nos divierte con sus anécdotas, o hasta de alguien que detestamos con cada fibra de nuestro ser), radique en que, más allá de las palabras y las ideas, podemos conocer el alma de una persona por la forma en que pronuncia la i, por sus “vicios” y muletillas, por su repertorio de palabras favoritas y de palabras prohibidas, o por las figuras retóricas que -sin saberlo-, utiliza con mayor frecuencia: si tiene debilidad por las aliteraciones, o por las metáforas o por los anacolutos. En este sentido, el elenco de Verdecruz no encarna a los habitantes del lazareto mediante la exploración psicológica o la reconstrucción ficcional de momentos dramáticos, sino mediante la amorosa mímesis de sus inflexiones, sus onomatopeyas y sus ritmos, para crear un teatro donde el protagonista es el otro, el olvidado que, aparentemente ajeno, de pronto se revela parte de la comunidad viviente. En este encuentro, los espectadores gozamos de conocer la dulzura, el humor, la vitalidad y la enorme fortaleza de estos seres: en el peor de los mundos posibles, se puede ser como un pájaro que vuela hacia la libertad, se puede cantar, amar y reír; los habitantes del lazareto tienen momentos de exaltada poesía, al relatar, por ejemplo, un sueño de reencuentro con un ser querido; momentos de dramatismo al recordar sus pérdidas, sin sentimentalismo ni efectos histriónicos; y momentos reflexivos, sin petulancia ni citas, al resignificar el lazareto, su lugar en la sociedad y pensar en lo que da sentido a sus vidas.

Todo esto merece ser rescatado: de ahí la fuerza política y el poder de denuncia de este montaje lleno de humor, dulzura, crítica y, sobre todo, compasión.

Verdecruz o los últimos lazaretos. Dramaturgista: Ingrid Bravo. Dirección: Mario Espinosa // Hasta el 24 de abril. Teatro Santa Catarina. Mié, Jue y Vie/20 hrs. Sáb/19 hrs. Dom/18 hrs. Elenco: Sandra Cecilia, Sebastián Cobos, María Kemp / Alterna con Ingrid Bravo, José Juan Sánchez, Sabrina Tenopala, Andrés Tirado.