The trash can of ideology #26, una columna de Ángel de León
Para Jimena, Ingrid, Toño y Guly
En la última temporada de The Office, Pam Beesley, una de las empleadas “cuerdas” de la sucursal Scranton de Dunder Mifflin Paper Company, se pregunta frente a la cámara si a Meredith, Creed y Kevin les preocupa lo que los demás piensen de ellos. Esta elección no es casual: Meredith, Kevin y Creed deberían recibir un Dundie no sólo por su notable incompetencia sino por ser los empleados más escatológicos e inmorales. La alcohólica Meredith se declara adicta a la pornografía y exhibe su cuerpo para disgusto de sus colegas el día de viernes casual (hasta conseguir que Toby lo cancele para siempre); cuando el nuevo encargado de sistemas revisa las computadoras de los empleados, Kevin se apresura a borrar sus archivos e historiales, y Creed, que acepta alegremente su afición a las drogas, la estafa y el robo (desde artículos de oficina hasta bolsas de sangre de un banco de donación), termina en la cárcel por tráfico de animales. Cuando Beesley recuerda estas cosas, se pregunta: “¿esos son ahora mis modelos a seguir?”. Pero este lapsus de mojigatería y sentido común – por el que no quería invitarlos a su boda -, se desvanece en una sonrisa de cínica aceptación, como el momento al final de una tragedia griega donde el héroe acepta su destino, y se rinde al poder de los dioses que lo habitan.
En la tragedia, la anagnórisis (reconocimiento), significa que el personaje se da cuenta de su lugar en el cosmos: enfrenta la muerte, el caos y su propia responsabilidad en su desgracia. En la comedia, la anagnórisis enfrenta al personaje a la falta de seriedad de la vida, que está más frecuentemente hecha de pedos en el elevador que de colisiones cósmicas. De vez en cuando uno tropieza con la muerte, pero tropieza, casi diario, con un poco de mierda en la acera. Ambos tipos de anagnórisis nos liberan, pero si la libertad de la tragedia es una que hay que soportar, como en la heroica resistencia de Sartre, la de la comedia radica en ya no tomarse la vida tan en serio, porque al final se va a reír de ti.
Hay un tipo de personaje cómico que todo se lo toma demasiado en serio, como el avaro de Moliere y el Malvolio de Shakespeare, que son como los oradores que defienden una causa noble sin darse cuenta de que tienen espinaca atorada en los dientes. Michael Scott los define a la perfección cuando, hastiado de las lamidas de culo de Andy, se pregunta: ¿cómo puede alguien ser tan ciego ante el efecto que provoca en los demás? Pero en la comedia hay otro tipo de personaje, al que cabría calificar de auténtico héroe cómico, como el Falstaff de Shakespeare y Creed de The Office: Talía, la musa de este género, se burla de todo y de todas, y Creed y Falstaff, en vez de sufrir el ridículo cósmico de las carcajadas de la diosa, se ríen junto a ella y brindan por sus propios defectos.
“I steal things all the time, that’s just something I do. I stopped caring a long time ago”, dice Creed, con una alegre sonrisa, y este sabio apotegma, “dejó de importarme hace mucho tiempo”, es la fórmula del héroe cómico, en contraposición con la víctima cómica, el ser ridículo que quiere ser tomado en serio, el patiño frente al pícaro, cuya única tragedia es que se siente un héroe trágico mientas los dioses no lo pelan.
Tanto lo trágico como lo cómico son atributos de Dionisio, y en ambos registros admiramos un atrevimiento que, la mayor parte del tiempo, nos está vedado: del lado de la tragedia, Antígona se rebela contra el estado y Edipo prosigue la búsqueda de la verdad a costa de su propia vida. Reconocemos lo inapropiado de su conducta, al héroe trágico siempre se le pasa la mano, y sentimos terror frente al potencial destructivo del ser humano; sin embargo, despierta nuestra admiración por su entrega y su falta de concesiones. Por eso, decía Aristóteles, la tragedia se trata de hombres superiores, y esto aunque se trate, normalmente, de criminales: no se trata de una superioridad moral, ni siquiera estética, sino ontológica y vital, pues son personajes que llegan hasta las últimas consecuencias de su deseo y sus creencias. Algo semejante ocurre en la comedia: los vicios de los empleados de Dunder Mifflin son conductas que tratamos de ocultar, mientras que ellos lo exhiben sin ninguna clase de pudor. Michael Scott desprecia a Andy por la misma razón que hace a Michael entrañable: en la falta de conciencia frente a la impresión que le causamos a los otros hay una forma de libertad, la de actuar sin importarnos lo que piensen los demás. Así, Michael Scott lleva la ineptitud para la conquista amorosa a niveles impensables para nuestro sentido del pudor: tal vez fracase, pero se atreve, y esta conducta, al final, lo lleva a concretar su relación con Holly. Y lo mismo ocurre con Angela y Dwight, que aman en el otro lo que a los demás les parece un defecto insufrible, y lo mismo con Andy Bernard y Erin: estos personajes se seducen con sus defectos, porque en estos radica una parte esencial de su ser, la autenticidad que aniquila la adultez, cuando empezamos a tomarnos demasiado enserio. De ahí el encanto de esta serie, que lleva la incomodidad y la incorrección política hasta sus últimas consecuencias: Angela es intolerante y criticona, y lo es sin pudor, no oculta sus intenciones. Los personajes de The Office raramente son hipócritas, y en tiempos de falsa cordialidad y alergia al conflicto, son un emblema de la libertad.
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