El espejo enterrado #16, una columna de Daniel Luna
Salvador Elizondo fue un escritor, traductor y crítico literario quien trabajo en novelas maravillosas y en distinguidos libros de relatos breves. Gracias a su talento se le considera el escritor mexicano más original y vanguardista de la generación de 1960. Lo anterior debido a que desarrolló un estilo literario cosmopolita al margen de las corrientes realistas que imperaban en la época. Un ejemplo de ello es el libro Farabeuf o crónica de un instante publicado en 1965 y ganador del premio Xavier Villaurrutia en ese mismo año.
Esta novela se construye de tres elementos importantes. Primero el recuerdo en el cual el tiempo se encuentra ante la seducción del vacío. No obstante, a pesar de estar tan cerca de los límites de su propia desintegración se mantiene perpetuo. Nombrándose a través del instante. Por lo tanto, es entre la esencia del presente y la del porvenir que se encuentra a merced del límite quien congela el panorama para develar lo indispensable que yace bajo tierra.
Con esta rapidez, presente en la novela, se priva la verdadera experiencia del goce auténtico opacado por la continuidad, y es en este segundo plano es donde la triada muestra a su siguiente integrante, el placer. No importa de qué instante de la historia se hable, el deleite siempre tendrá una connotación negativa, la cual tergiversa el simbolismo de los actos que la promueven. Hecho que otorga mayor influencia al primer punto abordado descompensando la relevancia que el goce provee en la memoria.
Este último no se encuentra vinculado precisamente a la felicidad como usualmente se le asocia. También se ancla a todo aquello que concierne al dolor. Lo repulsivo y amorfo son partes formativas de la cotidianidad; pero desde la perspectiva habitual son vistas como un rasgo humillante el cual se debe oprimir la mayor parte del tiempo. Simplemente, cuando se decidió atribuirle la particularidad de lo prohibido, el placer incrementa sus efectos y se vuelve un atentado a la moral como la muerte lo es para la vida.
Es entonces que entra la tercera entidad. La muerte, aquello que sólo se experimenta una sola vez y no puede causar mayor sufrimiento, pues el verdadero dolor se encuentra en las formas en las cuales se presenta. Con ello, la idea de fallecer es más sobre recapacitar el acto en sí, pues dicho pensamiento recae en la primera entidad mencionada la cual relaciona tiempo y muerte bajo máscaras disímiles. Gracias a esto, el instante es un estado completamente estático que prolonga la vida dentro y fuera de la ficción.
Un acto que se transforma mediante la contemplación del placer doloroso, en este caso es el mismo que permite construir una memoria. Dicha característica se encuentra materializada en el texto por la fotografía y cada concepto repercute en el brote de su subsiguiente elemento en la triada. Una narración circular en la cual inicio y final se encuentran débilmente aislados alrededor del eterno espectador. Un rasgo de la obra de Elizondo que construye la matriz necesaria para hacer la ilación sobre la verdadera idea primigenia de estos tres aspectos fundamentales para la vida. Prohibiciones a ojos de fieles; pero persistencia en manos profanas.
Sintetizando lo anterior, dentro de la historia el placer que evoca la muerte se debe al gozo que yace en el recuerdo, alegre o doloroso, que admite la inmortalidad. El olvido queda expuesto cuando se carece de este rastro, pues el tiempo sigue su curso consumiendo cada aspecto del hombre como tributo a la muerte final. Aquella en la cual uno se desvanece y se confunde con los restos del vacío. Por esa razón los personajes de Farabeuf insisten en recordar fragmento por fragmento el mismo instante, conservar la misma imagen les hace estar en un mismo espacio el cual los atrapa hasta que el suplicio sea efectuado y todo regrese nuevamente a su estado original.
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