Después de la pantalla #05, una columna de Diego Maenza
Descubrí el cine de Peter Strickland gracias a los cortometrajes GUO4 y Cold Meridian. En el primero, dos hombres desnudos en un baño público entran en contacto corporal a través de forcejeos y frotamiento violentos de sus cuerpos en una deconstrucción del concepto de masculinidad. GUO4 es una irreverente y muy personal aproximación hacia el denominado manspreading (despatarre masculino en espacios públicos). En el segundo, Strickland juega con nuestros sentidos con una experimental puesta en escena de elementos sinestésicos. Cold Meridian es un artefacto vanguardista encaminado a generar una respuesta sensorial por medio del sentido auditivo [lo que se conoce como ASMR (Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma)]. Si películas como Kingyo de Edmund Yeo logran conmover prescindiendo de la parte sonante, este corto de Strickland nos muestra el ensamblaje perfecto de una banda sonora y la yuxtaposición de resonancias, crujidos y susurros, donde explotan las texturas del sonido, que son la parte primordial de su ejercicio, incluso en detrimento de las imágenes.
Tironeado por estas llamativas propuestas, pretendí conocer algo más del realizador británico, y llegué a su estremecedora Katalin Varga, un drama muy prolijo, inclemente y conmovedor (nunca sensiblero) que nos acerca a una historia de ternura, tragedia y exploración de esas decisiones severas de personajes absurdos, indiferentes y crueles (y por lo mismo completamente humanos) que nos causarán más de un sinsabor. Katalin, una mujer pálida y desgarbada, con una apariencia descuidada por los trajines cotidianos, irradia la belleza interna de aquellos seres luminosos que sobresalen por naturaleza a pesar de haber sido pisoteados por la vida.
La historia, hilada in medias res, nos descubre a una mujer que llora porque el pueblo ha develado su secreto: el pequeño Orbán no es hijo de su esposo. Pese a haberlo sabido desde siempre, su marido no soporta el sofoco de los rumores y, por convenciones propias de aquella sociedad que presume un falso puritanismo, se ve abocado a echarla de su casa junto al que ahora llamará bastardo. Katalin, la mujer difamada y exiliada moralmente,emprenderá su pequeño éxodo hacia un pueblo cercano a los montes Cárpatos, que será el detonante de un sinnúmero de extraños episodios de reencuentros con su pasado.
Perseguida constantemente por hombres de la ley, Katalin emprende un viaje hacia la comunidad donde habita el padre biológico de Orbán, en una huida que arrastrará muerte y venganza. Sus ojos, antes engalanados por la pureza taciturna del calor hogareño, empiezan a irradiar la oscuridad de sentimientos destructivos. Y es que en este camino de reencuentro consigo y con el destino, convergerán los dos hombres que muchos años atrás abusaron sexualmente de ella.
Podríamos atender al tema de la paternidad no asumida, tanto en el marido que con frialdad rechaza a Katalin, como en el hombre que antaño le produjo ultrajes y la fecundó. También en las vejaciones físicas y psicológicas a las que son sometidas las mujeres en contextos rurales. Sin embargo, pese a evidenciarlas de una manera muy frontal, Strickland no ahonda en consideraciones sociales ni en dictámenes de moralidad, y prefiere, acertadamente, circundar a sus personajes desde sus propios abismos interiores.
Pese a que el destino pretende erigirla como una víctima, el alma de Katalin lucha por no devenir en un ser puro. Y he aquí, en esta paradoja, la complejidad de la propuesta narrativa. A pesar de todo el peso dramático y de fatalidad que recae sobre sus hombros, Katalin tampoco será una mártir. Y no obstante, como espectadores, sintiéndonos al tiempo jueces y victimados, pudiera resultar el caso de que nos viéramos tentados a justificar la necesidad del resarcimiento.
Destaco la delicadeza con la que Strickland construye la historia. A pesar de la crudeza de ciertos episodios, no son condicionantes ni el asalto cómodo a las expectativas emocionales del espectador, ni la construcción laxa de una narrativa soporífera, defectos comunes de los que no adolece la película. Y esto es un gran acierto. Quizá nos quedemos con ganas de conocer aún más a Katalin, de acudir con más atención a sus sentimientos tenebrosos y a sus contradicciones. Pero la hemos sentido y padecido, hemos vibrado junto a ella y al lado del pequeño Orbán, tan cerca de su inocencia y sus desafectos, tan cerca de las profundidades de las represalias y tragedias de aquella mujer desventurada, tan cerca de esa sociedad absurda e inclemente que castiga a sus víctimas por partida doble, tan cerca de las bucólicas montañas rumanas.
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