The trash can of ideology #12, una columna de Ángel de León
Tendemos a pensar en la utopía en términos trágicos (como el fracaso del comunismo en la Unión Soviética), o idealistas (como el tono profético del Manifiesto del Partido Comunista): Aristófanes lo hace en términos cómicos, y nos regala en su obra un no-lugar, un mundo donde se invierten las reglas y las costumbres que tanto daño le han hecho a la humanidad, para intentar hacer las cosas de otro modo.
“Es lo único que no hemos intentado”: así convencen las mujeres de Atenas a los ciudadanos reunidos en asamblea de poner el poder en sus manos, para crear una sociedad igualitaria y pacífica, donde no haya guerra, ni hambre, ni crímenes, ni celos. La utopía, como se trata de una comedia, termine en ridículo, no en catástrofe: en esta sociedad a nadie le faltará comida ni vestido, tampoco le faltará sexo, el otro gran motivo de discordias en un mundo (el heleno, pero el nuestro es su heredero), cuyo mito más importante, el de la Guerra de Troya, fue causado por la belleza de una mujer a la que todos querían poseer; por eso, en la Atenas gobernada por las mujeres, no sólo la riqueza, sino los cuerpos, serán posesión comunal, y para cancelar los privilegios de los guapos y jóvenes, quien se quiera acostar con una chica guapa (o con un chico guapo, porque en esta sociedad aplica todo igual para hombres y mujeres), tiene que acostarse, primero, con un viejo y feo, o con una vieja y fea. No es difícil imaginar, en una versión contemporánea de la obra, que para luchar contra la heteronorma y dejar de perpetuar modelos restrictivos de belleza, se vuelva requisito, para tener relaciones heterosexuales, pasar primero por todos los géneros habidos y por haber, y con todos los tipos de cuerpos posibles, para evitar la gordofobia, la gerontofobia, la homofobia, la bifobia, etc.
Pero la Asamblea de las mujeres no termina con el absurdo de esta situación. Luego de la escena más graciosa de la comedia, donde un par de viejas compiten por ver quién es más fea para acostarse con un pobre joven que iba a ver su novia, tenemos la parábasis, el momento de la comedia griega donde el coro se dirige directamente a los espectadores y los jueces del concurso de comedias, y finalmente el komos, la procesión triunfal que, en La asamblea de las mujeres, culmina en la celebración del nuevo estado de las cosas en un banquete público. La comedia, pues, no termina con la condena de los personajes, como sí ocurre en Las nubes, del mismo Aristófanes, que culmina con la quema de la casa de Sócrates: lo que Aristófanes condena en La asamblea de las mujeres no es la utopía propuesta por éstas, sino la política ateniense de su momento histórico, marcada por la corrupción y la guerra, que Aristófanes denunció en gran parte de su producción dramática. ¿Qué es el absurdo de la nueva moral sexual bajo el gobierno de las mujeres, comparado con el absurdo de la Guerra del Peloponeso? La obra no termina ni en catástrofe ni en burla, sino en fiesta y victoria: con sus problemas y conflictos, esta sociedad es mejor que la de antes, y haríamos bien en recordar que, en el banquete con que cierra la comedia, no habrá un ciudadano ateniense a quien le falte comida.
Las mujeres de la comedia son blanco de las burlas habituales de Aristófanes: son adictas a la bebida, a la carne, mentirosas y ladronas. Pero nadie se salva de la burla aristofánica, y las burlas más lacerantes se dirigen, no a las mujeres, sino a los demagogos de la época y a los advenedizos ciudadanos atenienses que no se preocupan más que por su propio beneficio, lo que lleva a Aristófanes, no sin razón, a la luz de los eventos recientes, a condenar la democracia: ¿cuántos mexicanos son capaces de ejercer su voto más allá de sus intereses y simpatías personales? La mayoría no estamos dispuestos a llevar nuestra actividad política más allá del acto de votar, luego del cual, en términos generales, nos deslindamos de cualquier responsabilidad en el destino del país, para limitarnos a sumarnos a la oposición quejosa. No somos diferentes a los hombres de la comedia de Aristófanes, que dejan el gobierno a las mujeres (como hacían, en realidad, con cualquier demagogo) con la tranquilidad de ya no tener que hacer nada. ¿Cuántos de nosotros podríamos hacer lo que los pueblos originarios de Michoacán, que expulsaron a los partidos políticos para encargarse ellos mismos de la administración de recursos? El mexicano, como el ateniense, prefiere evitar la fatiga.
Aristótales desterró a las mujeres de la vida política, es decir, los asuntos públicos, para recluirlas en el orden de la oikonomía, la administración de la casa y la vida privada: las mujeres organizadas de la comedia de Aristófanes y su líder, Praxágora efectúan la curiosa inversión de subsumir la política dentro de la oikonomía: es precisamente por la oikonomía, por la consideración del ámbito de lo privado, que se convierten en portadoras del deber cívico, mientras los hombres se entregan sin resistencia al vaivén de las decisiones de los políticos. Las mujeres, en cambio, acostumbradas a cuidar de los hijos, no verán a los soldados como carne de cañón, como medios a través de los cuales conseguir la gloria cantada por Homero y por los demagogos ávidos de riqueza, pues ellas ven esos cuerpos desde los afectos y la compasión.
¿Por qué no intentarlo? Porque es absurdo, podría decirse, y la escena de las viejas y el muchacho parece confirmar esta idea. Y, sin embargo, al leer la comedia de Aristófanes me queda claro que igual de absurdos son los valores “masculinos” que aún rigen el mundo: la política de Praxágora no es más absurda que la política bélica de los Estados Unidos.
No es difícil imaginar una versión contemporánea de la obra donde un grupo de hombres, que siempre han tratado a las mujeres como mercancías, se escandalicen de las ancianas que se quieren acostar con el muchacho en contra de su voluntad, que empiecen a decir que a eso conducen las feminazis, sin darse cuenta de que han sido ciegos a formas de opresión todavía más brutales de los hombres hacia las mujeres. Para volver a los límites de la obra, basta recordar los numerosos raptos que componen la mitología griega: Casandra, Helena, Ío, Europa… frente a estos raptos, absolutamente trágicos, las frágiles ancianas compitiendo por el joven, aparecen como la contraparte cómica, y es que el mundo cómico es la apuesta por una visión del mundo donde no existen la muerte ni el sufrimiento, donde no nos tomamos la vida tan en serio y reconocemos que la esencia humana no es ni la fatalidad ni la aporía, sino la barriga, el sexo, los pedos y la risa.
La moral sexual de este mundo al revés tiene sus contradicciones (en la utopía de Praxágora todavía hay esclavos), pero es que éstas son inherentes a la condición humana, y como La asamblea de las mujeres es una comedia, no está interesada ni en la perfección ni en la catástrofe. Sin duda habrá un grupo de jóvenes asambleístas después del banquete, esta vez, quizás, ya no compuesto exclusivamente por hombres o por mujeres, que se rebelen contra el absurdo de la nueva moral sexual y demás contradicciones que aparezcan en la nueva sociedad. Tal vez, acaso, descubran otro modo de vivir la sexualidad: después de todo, hay siempre en la moral sexual muchas cosas que, sin ser catastróficas, son ridículas, y que tenemos, como nos gusta decir a los millenials, súper normalizadas.
Aristófanes era un viejo conservador, pero la comedia es más sabia que el que la escribe. Quizás Aristófanes considera que la propuesta de las mujeres es absurda, pero queda muy claro que los hombres, que hasta ahora han tenido el poder, lo han hecho mucho peor. La lección de La asamblea de las mujeres, para el siglo XXI, es que siempre habrá un problema que arreglar, pero vale la pena aprender a reírnos de nosotros mismos para atrevemos a pensar lo imposible. Los errores en el camino no tienen por qué ser catastróficos, siempre y cuando le bajemos a nuestro idealismo y nuestro espíritu trágico y aceptemos la imperfección, pero también el goce de vivir, que la comedia nos revela como parte esencial de lo humano.
Nuestro miedo a quedar en ridículo es, quizás, una de las principales causas por las que no cambia el mundo.
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