Apología de lo mundano #19, una columna de Paola Arce
En muchas ocasiones vi, en los productos televisivos y cinematográficos que consumía, escenas de personas que pasaban horas enteras frente a una pintura, desentrañando cada pincelada, conmocionados por no sé qué. Aunque disfruto del arte de la pintura, siempre me sentí celosa de aquellos que lograban fascinarse por un lienzo a un punto apasionado. Creía que tal vez yo carecía de algún sentido o sensibilidad que no me dejaba maravillarme. Demasiado ordinaria, pensaba yo.
Esta condición cambió hace un par de años con la llegada de la exposición de surrealismo al Museo de Arte Moderno. Solía frecuentar la cafetería del lugar, en esas visitas me percaté de una sala “Remedios Varo”. Al entrar mi impresión fue que estaba rodeada de grande talento y seguramente historia, no sólo por aquella que las pinturas guardan sino por la historia familiar de las personas que donaron al museo 38 pinturas y dibujos de la artista además de algunos objetos personales; considero la magia una especie de sustancia que queda adherida a los objetos esperando aquella persona que distinga su olor.
Después de un breve paseo por los pasillos helados mientras la guardia de seguridad me perseguía con la mirada doble en una esquina, en la mampara ponía; “El tríptico”. Mis ojos se cruzaron con los grises iris de las mujeres en Hacía la torre.
Cada detalle de la pintura salta a la vista, el hábito de la monja que se convierte en su bicicleta, mientras que el resto los manubrios son agujas de tejer, encontraba algo siniestro en las aves volando a su alrededor, me parecía escucharlas revoloteando amenazadoramente. Previamente, en los primeros momentos de la exposición, había aprendido que la artista había escapado de su país debido a las condiciones sociopolíticas que establecían un panorama de terror y que había encontrado en México un segundo hogar. Los ojos de la mujer puestos en el espectador encierran suplica. Me pareció encontrar una profunda tristeza, una especie de abatimiento; en retrospectiva, considero que, en ese momento de la vida, mis ojos tenían tal vez el mismo semblante y fue el sentimiento de identificación lo que profirió esa extraña alquimia para lograr ese apasionamiento que tanto había enviado.
En el libro Catálogo Razonado Remedios Varo dice sobre esta pintura:
“Las muchachas salen de su casa-colmenar para ir al trabajo. Están guardadas por los pájaros para que ninguna se pueda fugar. Tienen la mirada como hipnotizada, llevan sus agujas de tejer como manubrio. Sólo la muchacha del primer término se resiste a la hipnosis.”
Un segundo momento de esta narrativa es la pintura Bordando el Manto Terrestre. No crecí como católica, pero entendía el significado de un hábito, porque tendría ya para esa edad la total conversión en el esquema patriarcal; esta pintura me pareció escandalosa, esta mujer, se había atrevido a combinar los signos religiosos con una mística mágica oscura y profana.
En palabras de la autora:
“Bajo las órdenes del Gran Maestro, bordan el manto terrestre, mares, montañas y seres vivos. Sólo la muchacha ha tejido una trampa en la que se le ve junto con su bien amado.”
Da la impresión, al mirarla, de ser partícipe de un secreto tan terrible como excitante. Los sonidos que envuelven un barullo ahogado por la altura del lugar en donde se encuentra y el eco de la voz del Maestro que en mi mente recita unas palabras muy antiguas y desconocidas, pero tan potentes que suenan amenazadoras. Dentro de la cabeza de nuestra protagonista, una melodía distinta, una que sobre escucho un día, un momento aleatorio que había quedado para siempre marcado y la despertó. Que solitario es vivir despierta en un mundo somnoliento, en espera siempre de la más mínima chispa de diferencia. Seguro era esta mujer la encargada de colocar en la bóveda celeste los más raros conjuntos de estrellas, o la bola de fuego que creí ver cuando era niña y mi abuelo me dijo que era una bruja que quería devorarme.
Finalmente, esta historia llega a su fin con La huida, siendo, de todas, mi favorita.
“Como consecuencia de su trampa consigue fugarse con su amado y se encaminan en un vehículo especial, a través de un desierto, hacia una gruta.”
Hay una síntesis, una comunión completa entre los dos seres que envuelven con sus ropas su atmosfera. Es ella quién dirige el vehículo que los transporta. Llegar a esta pintura sobra de alegría porque breves instantes antes se sentía la desesperanza y el abatimiento la soledad del pensamiento alienado. La libertad se ve así, como la capacidad de dirigir talante tu propio camino y compartirlo con aquel que lo desea también, el huir contigo.
Habré pasado, un buen rato mirando el tríptico porque mientras lo hacía oscureció afuera de mí. Después de tan frenética experiencia consideré importante averiguar qué había cambiado. Ciertamente no era la primera vez que veía una pintura, ni la primera de Remedios Varo. Pero, si me preguntan a mí, la fórmula para quedar hipnotizado por alguna obra de arte recae en fusionar los pensamientos del que observa con una historia aparte, quizá ni siquiera la que tenía pensada la artista. Es la capacidad de transportar a otro momento y lugar que permitan la magina de la fantasía aparecer y dejar que la mente vuele en mil y un posibilidades sobre lo que se observa. La característica esencial: conmover y atravesar al espectador con un cuestionamiento.
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