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Poesía y Humanidades

El luto humano, la condición natural del ser | El espejo enterrado #02

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El espejo enterrado #02, una columna de Daniel Luna


Pues toda la vida es acumulación de desprecios
hasta que sobreviene el desprecio final,
el gran desprecio que es la muerte.
José Revueltas

Somos aquello a lo que cada uno teme, una constante acumulación de recuerdos de los cuales surge nuestra identidad. La Historia nos define como hijos del olvido, pues cada vez que vemos hacia atrás con la esperanza de encontrar una definición que nos responda solo encontramos pedazos rotos de una creación interrumpida por la fuerza. Despertamos solos sobre la tierra a la cual habremos de regresar.

Desde el comienzo de nuestro mundo, los dioses creaban y destruían sin poder encontrar el material perfecto, y una vez creados debíamos ser sacrificados como una metáfora de la muerte que da vida, igual a la creación y la destrucción de la cual surgimos. Tiempo después, la crueldad de otros hombres nos dejó heridos orillando nuestra autenticidad a un estado intangible y lejano.

El luto humano de José Revueltas es una metáfora de esa construcción como respuesta de nuestra propia individualidad, pues es innegable la carga simbólica que tiene el contexto a nuestro alrededor desde el primer momento en el cual nos abrimos al mundo. En esta novela cada hoja representa dicha condición con la cual estamos obligados a vivir. Por ejemplo, en el primer capítulo se nos define como un ser el cual pertenece más a la muerte que a la vida. Cuando la Muerte llega por Chonita y ella no está ante los ojos de Dios, por no cumplir el ritual de los Santos Oleos, se hace referencia a que su alma vagará por la tierra. Lo que nos lleva a la peor escenario para los personajes.

Lo anterior se convierte en un detonador de la historia, debido a que a partir de ese momento aquella lógica y aquella paz que Dios manifiesta se desvanece. Sin embargo, es en esta tierra de muerte donde surge la verdadera formación de lo humano y por ende la naturaleza de lo que somos.

Es la muerte ese gran impulso, ese salto hacia la yerma de nuestra alma, la cual es esclava de su condición corpórea ante la libertad invisible de la presencia natural de un ser divino. Después de ella, el rostro de la naturaleza se muestra como es en realidad, y negarla nos vuelve indiferentes ante su dominio olvidando que seguimos atados por las cadenas de nuestro miedo, aunque no tengamos nada que perder.

En este ambiente los personajes conectan con sus instintos, mientras que la muerte sigue rondando. A pesar de volver al camino, por necedad más que por convicción, la Muerte se sigue escondiendo debajo del brazo del orden, del representante de la furia humana y del perdón. Aquel que prometió llegar para brindar una esperanza y el cual asesina al personaje fundador de ese inmenso hoyo en el que la vida se consume.

Adán, padre de Caín y Abel, padre de Úrsulo, Chonita, de Calixto y de la tierra más allá del río estaba muerto. Sin saber de su importancia como padre de aquella tierra árida se hundió en la profundidad del rio negro. Él, como padre creador, era una figura de profunda relevancia, negado e incluso desconocido. No obstante, su muerte comenzó el final de aquel pequeño mundo de personas débiles atacadas por su ausencia. Eso somos, nos convertimos en hijos sin padre. Abandonados sobre este terreno infértil de ideales en el cual intentamos mantenernos por la fuerza de nuestros propios méritos. Callados por el sabor a la tierra que nos quitaron.

Aquella tierra no era mucho, pero era lo suficiente para que la gente iniciara el desprecio de la muerte, el camino tortuoso hacía el punto final. Morimos desde el momento en que el existimos, ahí empieza la muerte y el morir es solo un momento. Un segundo transcendental. Regresamos a la tierra, la devoramos como nos devoraban los dioses para formar parte del todo. Incluso de lo perdido.