The trash can of ideology #20, una columna de Ángel de León
El jurado del Premio Bellas Artes Baja California Luisa Josefina Hernández, un prestigioso galardón para la dramaturgia mexicana, tuvo a bien considerar que, “aun cuando se presentaron textos notables en su contenido literario”, ninguno estaba a la altura de la maestría dramática y de puesta en escena de los dos miembros del jurado que han sido distinguidos con el premio: Sandra Burgos y Alonso Fiallega.
Si bien es cierto que, en muchas ocasiones, uno se siente estupefacto al leer los textos galardonados en esta clase de convocatorias (y no siempre de forma positiva), siempre es posible para la comunidad emitir un juicio crítico: aunque el dictamen sea definitivo, hay un espacio para el debate que enriquece la actividad artística. Ningún jurado, aun cuando tenga el poder absoluto para repartir los recursos, tiene derecho al monopolio de la palabra, pues su dictamen se ve confrontado al menos con uno de los textos, el ganador, que tendría que ser, de cierto modo, representativo de los textos con los que compite, y que se pone a disposición del público inquisidor. En esta confrontación, desde luego, tanto el ganador como el jurado pueden salir muy mal parados, pero no hay que temerle al conflicto: dan la cara, y tanto la obra como el dictamen se vuelven públicos. Esta dimensión de juicio crítico, que en la medida más alta del término solo se puede conseguir de forma comunitaria, queda cancelada cuando el jurado se arroga la posición de las Musas homéricas, que conceden o no sus dádivas a quienes quieren (las Musas, sabemos, también tienen preferencias políticas), sin que los simples mortales podamos oponer un pero, mediante uno de los privilegios más rastreros de los que goza la élite intelectual: el poder de invisibilizar, con la gravedad melancólica del fanático de los cánones clásicos que lamenta, ay, que entre 110 dramaturgos no haya ninguno que esté a la altura de los grandes maestros, entre los cuales, implícitamente, se incluye el jurado. Así que mejor volvamos a leer las obras de Luisa Josefina y la Poética de Boileau, que aquí no hay nada nuevo que valga la pena leer.
El pero, sin embargo, se mantiene vivo, pero en lugar de tener como material al menos uno de los textos, tiene solamente la palabra salomónica de estas musas apócrifas: “no hay elementos dramáticos suficientes ni de puesta en escena para merecer un premio con el nombre de una de las dramaturgas más importantes del país”. Esta sentencia lapidaria, se convierte en el pretexto para un ejercicio de hermenéutica semejante al desciframiento que hacen los filólogos de fragmentos mínimos de la antigüedad. En este ejercicio, en apariencia, hay poco que podamos juzgar en relación con el Arte (así, en mayúsculas), pero mucho en relación con las políticas culturales que determinan lo que es arte, lo que es dramático y lo que es literario (así, en minúsculas).
Pero, aunque no podamos confrontar este análisis con los textos en sí, lo podemos confrontar con las tendencias dramatúrgicas de nuestro tiempo, con la voz colectiva que, de cierto modo, se hace presente en una muestra tan amplia de textos procedentes de todo el país, que ofrecen un panorama del estado de la dramaturgia en nuestro tiempo y territorio. Textos fantasmas, como los textos quemados por la Inquisición, sobre los que solo podemos, por el momento, especular, pero que han quedado caracterizados como “demasiado literarios y pobres en drama y elementos de puesta en escena”. Partamos, pues, de ahí, como el medievalista que, a partir de unos pocos testimonios, trata de reconstruir las doctrinas perdidas de un oscuro filósofo herético que perecieron con la Biblioteca de Alejandría o en el capricho de alguno de los Padres de la Iglesia.
La dramaturgia mexicana, si le hacemos caso al jurado (y hasta en la más grande estupidez hay siempre un grano de verdad), es “notable por su calidad literaria”. Podemos hacer este tipo de juicios respecto a varios conjuntos de textos in incurrir, necesariamente, en una valoración moral: las obras de Shakespeare y el Siglo de Oro privilegiaban la acción descarnada y directa, el drama raciniano la palabra, y el drama griego, como enseñan Peter Szondi y Hans Thies-Lehmann, abundaba en elementos no dramáticos: narrativos, líricos o directamente rituales. Ni qué decir de las obras imposibles de Valle Inclán o de los dramas poéticos de Lorca, cuya fuerza literaria reta a directores y directoras de escena a trascender las convenciones escénicas de su tiempo (y eso es válido para las puestas contemporáneas de estos autores, tanto como en el tiempo de su escritura), para darle un nuevo significado a términos tan vagos como “elementos de puesta en escena”, “elementos dramáticos” y “elementos literarios”.
¿Consiste la labor de un jurado en comparar las obras con modelos prestablecidos? ¿No será más bien en redefinir sus conceptos, en asumir el reto que le proponen los textos para ver en qué se han convertido, o en qué se pueden convertir estas ideas en el aquí y ahora de la realidad artística? La ineptitud, la pereza o la mala fe del jurado (o las tres), se revelan en esta renuncia a asumir el reto, a pensar en la forma en que estos textos reformulan-acaso tentativamente-lo que podemos entender por “drama” y “puesta en escena”, y más importante aún, la problemática relación, siempre reformulada, entre teatro y literatura. Como señaló Lorca, el drama es poesía que pugna por salir de la página, y si el reto del autor dramático es preguntarse cómo poner en escena un huracán o un incendio (o, pensemos en términos contemporáneos: cómo poner el encierro, las condiciones de producción, el zoom, las redes sociales, y todo aquello que nos determina ahora mismo), el reto de la crítica consiste en ponerse a la altura (lograda o no), de estos intentos por formular lo que no se ha formulado, para de este modo caracterizar el estado de la exploración artística del que son muestra los textos a juzgar, y a partir de ahí emitir un veredicto.
El jurado, en cambio, optó por la rancia tradición de la preceptiva, como cuando la Academia Francesa se puso a darles lecciones a Racine, Corneille y Moliere por no respetar el canon que se inventaron, en vez de optar por la sana actitud de Aristóteles, que no deja de reconocer como tragedias a las obras que se salían de la “norma”, que Aristoteles, a fin de cuentas, estableció por un método comparativo a partir de las obras que tenía a su disposición, y nunca de forma apriorística: el filósofo tal vez repruebe el exceso de pathos, o juzgue inferior la tragedia con final feliz o con personajes que no estén en el punto medio entre vicio y virtud, pero no por esto deja de considerar tragedias esas obras, y, aunque hace juicios críticos y claramente revela sus preferencias estéticas, visibiliza las “excepciones” antes que cancelarlas.
Así pues, sin dejar de atender a la tradición, que, a fin de cuentas, nos muestra el devenir de la creación artística, sus conflictos y transformaciones en el presente, un jurado competente debería establecer la medida a partir de las obras que se le ofrecen: son estas, y no otras, las obras que se disputan el galardón, y de ellas, y solamente de ellas, debería surgir el criterio de premiación. No estamos compitiendo por el premio ni con Aristóteles (que no escribió teatro), ni con Luisa Josefina Hernández, ni mucho menos con las obras maestras de Alonso Fiallegas y de Sandra Burgos.
Estas obras “sin elementos de puesta en escena”, tal vez nos dicen que, en este momento, la dramaturgia se encamina hacia una revaloración de la literatura, como ha sucedido en otros periodos de la historia de la dramaturgia, como en los dramas de Lorca o de Musset. El teatro, banquete de las Musas, ha privilegiado en distintos momentos a una u otra Musa, hora poniendo bajo los reflectores al cuerpo, hora a la imagen, hora a la poesía, hora a la historia, hora a la música y los demás elementos que, quiéralo o no el jurado, son elementos de puesta en escena. Pues bien, los 110 dramaturgos que mandamos un texto al concurso, queriéndolo o no, le estamos apostando a la literatura, quizás porque las condiciones actuales nos invitan a revalorar la palabra, o porque frente al encierro y el streaming descubrimos que no nos bastan “los elementos de puesta en escena” a nuestra disposición, sino que es necesario recuperar la narrativa, la poesía y la ensayística, y al incorporarlos en nuestras propuestas dramáticas, pretendemos, precisamente, retar a los escenarios a reformular lo que significa puesta en escena. En qué medida lo logramos no puede decidirse en el texto, pero si esa es la circunstancia en la que nos encontramos, el jurado debería distinguir, entre las 110 obras dramáticas, la que consideren que articula de mejor manera ese reto, aunque no consiga resolverlo: ahí está la obra, muestra de otras 109 obras hermanas, a la vista de la comunidad teatral, para que algún valiente se anime a probarla en escena.
Esta valentía, indispensable para el Arte, y no sólo desde las trincheras del actor, la directora, el dramaturgo, la productora y el resto de los participantes del hecho escénico, sino también de la crítica, evidentemente le falta al jurado: no han sido distinguidos por la Musa con este don tan preciado, que debería exigírsele a cualquiera que pretenda juzgar la obra de otro. ¿Será acaso que las obras no eran “viables” para ser producidas? ¿Qué eran demasiado exigentes para el gusto y las convenciones teatrales? Cabe añadir: ¿el gusto y las convenciones de quién? Del jurado, seguramente, uno de cuyos miembros, dicho sea de paso, pertenece más bien al ámbito de la producción y del teatro comercial, que en sí mismo no tiene nada de malo, cabe aclarar, que al de la dramaturgia.
Cabría, por supuesto, la posibilidad, de que se premiara una obra mediocre, y de que el paso de los años la arrinconara al desván de los experimentos fallidos y de las obras de época. Pero, aún si fuera el caso, no sólo se juega aquí una cuestión estética, sino social y política: el apoyo económico habría significado para esa dramaturga o dramaturgo, tan bueno o malo como sea, un apoyo considerable para continuar con su escritura a la par que con la difícil tarea de vivir del Arte en las adversas condiciones de nuestro mundo y de nuestro país. Por otro lado, si atendemos a la dimensión estética, por mala que fuera la obra, ya lo decía Margules (y sin duda se premian también, a menudo, obras muy malas), es un abono necesario para que crezcan las obras maestras. Este espacio de premiación no es sólo un apoyo económico para la actividad teatral, sino que contribuye a la visibilización de las obras, a que se mantenga viva la llama del teatro que azuzamos entre todos y todas, porque en esta actividad agricultora que es el teatro, si dejamos de lado, por un momento, el culto al individuo (desde el que se justifica, para el jurado, que ninguna obra sea digna de Sandra Burgos, Alonso Fiallega y Luisa Josefina Hernández), trabajamos el terreno en colectivo.
Desde esta perspectiva, el jurado ha decidido poner trabas a que se siga cultivando el terreno: crearán un diplomado con el nombre de la maestra Luisa, dramaturga notable y que se caracteriza por su innegable perfección formal, seguramente para enseñarnos a los mediocres dramaturgos mexicanos a retomar los consejos de la Poética de Boileau y de la piéce bien fait, que quien sabe si sean apropiados para lo que tenemos necesidad de decir, no sólo nosotros, como individuos, sino como colectividad: pensemos, por un momento, ya no en cada una de las obras contendientes, sino en el conjunto de ellas como una gran obra, a través de la cual se expresan los avatares del tiempo, los anhelos colectivos, las obsesiones generacionales, las voces calladas que pugnan por encontrar un modo de articularse en la página y en la escena. Y si lo que esta voz exige es que la puesta en escena acoja, otra vez, a la literatura, ése es el reto al que la crítica, las actrices, los directores, productoras y diseñadores han de hacer frente, y si al cabo resultan experimentos fallidos, obras que comprueban que, en efecto, no tienen “elementos dramáticos y de puesta en escena” (lo que quiera que esto signifique), pues ni modo, el fracaso es parte también del devenir de las artes, y hay que recordar, en todo caso, que este juicio es siempre provisional: las obras de Chéjov no contaban con elementos “dramáticos y de puesta en escena” hasta que Stanislavski los descubrió (o, a partir de Chéjov y con él, los inventó), y los grandes poemas dramáticos del romanticismo, así como los experimentos demenciales de Lorca, han encontrado en poéticas posteriores su manera de llegar a la escena. Un jurado que no se atreve a ponerse a las patadas con lo irrepresentable no merece criticar una obra de teatro.
El jurado se ha negado a asumir el reto, y ha negado también ese reto, desde la autoridad que les da la institución, a los creadores escénicos que están destinados a enfrentarse a los textos. Las obras son las que son, no existe un modelo platónico de lo que son drama y puesta en escena, y si las obras concursantes son “demasiado literarias”, pues así son las obras ahorita, para bien o para mal, y si lo que tienen son elementos literarios notables (y ningún otro mérito, que lo dudo bastante, entre 101 obras participantes de todo el país), pues es a partir de ahí que debería nacer el juicio crítico. ¿Qué las obras no se pueden montar? Eso ya lo decidirá, y tal vez no ahora, tal vez dentro de varios años, la comunidad teatral: tal vez el Stanislavski para estos Chéjovs venga dentro de cien o doscientos años, tal vez venga el día de mañana, tal vez las obras engendren otras obras que, finalmente, logren con “éxito” un experimento falido, o mejor aún, un experimento latente, en potencia, porque el teatro, lo construimos entre todos: la tradición es una cosa viva, un constante devenir, no una fidelidad a modelos inmutables que tiranice nuestros esfuerzos. Lo que significan “drama” y “puesta en escena” es algo que se destruye y se vuelve a construir, y el jurado ha hecho lo posible para evitar que esto suceda.
Felizmente, no necesitamos premios para que esto suceda: el teatro sabe hacerse paso. Nos asisten Chéjov, Cervantes y Jorge Ibargüengoitia, santos patronos de los dramaturgos fracasados, y todos aquellos cuyas obras, contra el gusto, las modas y los medios de producción de su tiempo, han sabido reinventar las categorías estéticas con las que se juzgan las obras, o dejar la provocación en la página para que, cuando llegue el momento, una compañía atrevida sepa crear los medios para darle vida en el escenario a sus textos.
Invito a toda la comunidad teatral, a todos los partidarios del Arte contra la preceptiva, frente a la cual los artistas siempre seremos mediocres, a compartir y firmar este texto, que pretende no ser sólo mío, sino acoger a esas voces calladas y articular un espacio de comunión artística de los que aspiramos a cantar con las Musas sin pedirle permiso a Zeus.
Angel T. García,
Príncipe de León.
Actor, director y dramaturgo.
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