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Grand Budapest Hotel: el heroísmo secreto de la alegría |The trash can of ideology #01

The trash can of ideology #01, una columna de Ángel de León


“Todos vivimos en la cloaca, pero algunos miramos a las estrellas”, decía Oscar Wilde, y M. Gustave, sin duda, estaría de acuerdo con él. Madame D., en su testamento, le agradece por haberla hecho feliz, a ella que, en su vejez, ya no esperaba serlo; en la cárcel, los presos se hacen sus amigos porque los trata amablemente. Él no podía saber que aquellos hombres fraguarían la fuga, a lo mucho esperaba ganarse su protección, pero más allá del mero impulso de sobrevivencia, en su carácter estaba el impulso de tratar a todo mundo con dulzura, de hacer la cloaca un lugar un poco más bello, un poco más luminoso. M. Gustave, “ese maldito maricón”, como lo llama Dmitri, se enfrenta a personajes brutales (y cómicamente) “masculinos”: criminales, asesinos, soldados y magnates. Su delicadeza, con la que sería impensable sobrevivir en una cárcel mexicana, se convierte en un acto de heroica resistencia frente a un mundo de violencia patriarcal. Es como si este hombre, decidido a volver su vida una obra de arte, sacara lo mejor de los demás. Algunos presos lo ignoran, pero uno en particular, el más imponente de todos, acepta el plato de sopa que M. Gustave ofrece con la misma delicadeza que atiende a los inquilinos del Gran Budapest; pocos se atreverían a retar a ese hombre, pero M. Gustave hace algo todavía más valiente: le habla con dulzura, y este macho, condicionado a no expresar sus emociones ni permitirse gestos delicados, al final le salva la vida. En él, como en el resto de sus amigos en la prisión, queda todavía un rastro de humanidad, pero la tragedia de M. Gustave se revela al enfrentarse al enfrentarse a otros seres en los que se ha marchitado por completo: Dmitri, que asesina a su propia madre para quedarse su fortuna, su despiadado matón Jopling y, finalmente, los oficiales nazis que lo asesinan.

Pese a todo, su historia no es una historia triste; M. Gustave es inmune a la melancolía. El único momento donde pierde por completo la compostura, es luego de reclamarle a Zero y escuchar la historia de su familia. “Mi comportamiento es indigno del Gran Budapest… tú me salvaste la vida”. ¿A qué se debe su autorreproche? A que fue insensible, a que dejó de practicar la compasión que lo caracteriza; es un hombre que, a fin de cuentas, se enamora de mujeres viejas y solitarias (y, como él, “ricas, rubias, inseguras y vanidosas”), a quienes revela, momento a momento, la belleza de la vida. Sencillamente, se resiste a sucumbir a los afectos tristes; es un héroe cómico, uno que se enfrente a “los golpes y dardos de la fortuna injusta” con su inextinguible alegría de vivir. Esta alegría emana a cada momento de la película, y es esto, y no la burla, lo que la vuelve tan divertida: es un milagro de la actuación llevado a cabo por Ralph Fienness, que crea un personaje capaz de salirse de la pantalla; aunque es asesinado al final, el espíritu de M. Gustave no puede morir. Un personaje así es necesario en momentos tristes como el que atravesamos.