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Poesía y Humanidades

Hay que llorar hasta romperse | Meditación en el umbral #23

5 minutos de lectura

Meditación en el umbral #23, una columna de Fabi Bautista


A los que viven deprimidos y sienten que no pertenecen;
a los que hicieron de la música su propio hogar
.
Nadia Bernal

Como el dolor de una cicatriz que traza sus hilos por la piel que habita, la poesía de Nadia Bernal transita por cada rincón del cuerpo para desentrañar en sus versos la raíz del miedo, de la ira, de la angustia. Su obra El dolor de vivir en Woodstock (2019) resuena con creces en medio de una sociedad indiferente ante el sufrimiento humano y es justo en el eco de la impasibilidad y el desdén que la poeta coloca con sagacidad lo que pocos se atreven a pronunciar.

I

Siempre he tenido un mal carácter. Desde hace
unos años el humor que tengo se reduce a no
encontrarle sabor a las cosas; a mascar mi pelo
y a despertarme con náuseas. Nunca había
tenido un pedazo de vidrio que lastimara mi
mano derecha. Nunca había pensado en que
un pedazo de vidrio acabara con este malestar.

Si autoras como Sylvia Plath, Anne Sexton y Alejandra Pizarnik — esta última de quien la autora retoma Para Janis Joplin — han explorado en sus obras la depresión, la agonía y el suicidio, Nadia Bernal añade su voz poética a través de una introspección donde sus letras implican un retorno hacía sí misma, hacia el yo aún doliente que, paradójicamente, sufre en silencio. Su poesía se erige fuerte no sólo por la temática, sino por la invitación abierta hacia su hogar, su pasado, sus pensamientos más íntimos y sus memorias.

Ojalá que al abrir los ojos no deteste mi cara en el espejo
y mi boca no amanezca hinchada, las palabras que dijo papá
cuando tenía diez años
son las mismas que grita esta noche:
tu mamá es una puta.

Conforme la lectura avanza recorremos junto con la autora las heridas de la infancia y la indiferencia. Es con el mover de cada página donde nos damos cuenta que el dolor enunciado por la poeta es también un dolor colectivo, no síntoma, sino reflejo de una epidemia silenciosa que arremete con 280 millones de personas en el mundo y que, sin embargo, aún no nos atrevemos a nombrar en voz alta: depresión.

El día que mi padre quedó
desempleado
tuve que asumir que mis enfermedades
se quitaban con cualquier analgésico,
la ropa desgastada nunca me pareció un
problema
hasta que descubrí que mi cuerpo se
desgastaba con ella
y conforme cumplía años
la depresión me dejaba más tiempo
tirada en la cama.

En medio del dolor, aquel festival de música se convierte en el leitmotiv que, cual paraíso idílico, se presenta como un escape o siquiera como un suspiro en el cúmulo de la noche. Así, ya sea por alusión o referencialidad, por la presencia de su música o porque sostiene conversaciones con ellos, es recurrente entre sus versos la presencia de figuras como Joe Cocker, Janis Joplin, Carlos Santana, Jimi Hendrix, Joan Baez, Bob Dylan y Richie Havens.

Perder el encanto y llenarme de sudor,
porque mi reflejo
consta en alzar las piernas y escuchar folk,
ver las mulecas sin ojos
rayadas de la cara,
y escuchar a Joan Baez
porque ese nombre la negó
como papá lo hizo conmigo
el día en que estuve en el hospital.

Su poemario despierta una terrible realización: el sufrimiento que cada ser humano lleva consigo cohabita en el dolor del mundo, uniendo sus hilos uno a uno hasta que la sensación de asfixia es ineludible. Uno no puede evitar cuestionarse cómo no vivir en un estado constante de rabia, miedo y duelo ante el país que siembra muertas, ante el México —que es en realidad toda Latinoamérica— donde reina la injusticia, la muerte y la pobreza. La poeta lo retrata sin tapujos, rompiendo con el estigma de la escritura femenina —no menos importante, por supuesto— que se aboca a la dulzura.

Una persecución me hizo entender
que tirar los vestidos de mi armario no sirve
de
nada,
evitar los callejones oscuros no sirve de nada.
Llegar antes de las 8 a casa no sirve de nada,
ni usar el vagón rosa o no salir de la cama,
no hay un lugar seguro
porque en mi casa vive un hombre que
observa
mi cuerpo
y no deja de mirarlo […]

La poesía de Nadia adquiere eco con cada verso que nos remite al México feminicida que asesina diez mujeres al día, a la Latinoamérica cruel e injusta donde una mujer es asesinada cada dos horas. Hallo entre sus líneas la rabia que trastoca como ruido sordo a la sociedad machista, violenta y misógina donde ser mujer es ya un acto de resistencia.

soy un objeto listo para la pornografía,
un par de tetas que buscan el aumento en
propagandas
nunca en los curules
en donde se rechaza
que a Martha la mató su esposo
que Carmen fue violada
que las niñas tienen el precio más alto
si se habla de prostitución.

“Seamos intolerantes al silencio” proclama la académica y escritora guatemalteca Guisela López ante la imperante ola de violencia que viven las mujeres de todo el mundo. Y es así como en El dolor de vivir en Woodstock se escucha también el grito de denuncia; nombrando los horrores de la violencia porque no podemos combatir lo que no decimos en voz alta.

Hay que llorar hasta romperse
gritar aunque nos olviden
aunque nos metan la mano
debajo de la falda
y nos obliguen
a saludar de beso
al hombre que nos dio golpes en la cara,

El yo poético que asume Nadia también somos todas y juntas nombramos la violencia porque hacerlo es también posibilidad de lucha, de resistencia, de sanación. “Seamos intolerantes al silencio” concluye Guisela “para que ni una más sea despojada de abril, del viento y de la lluvia”.

Gritar aunque nos olviden,
y nos maten
y nos abandonen a diez kilómetros
de nuestra casa,
aunque digan que fue un crimen pasional
y que nosotras lo buscamos.

A El dolor de vivir en Woodstock llegué por coincidencia. Con cada pasar de hoja esta obra, prestada por un querido amigo, se convierte en bálsamo. La autora zapoteca Natalia Toledo escribe en El dorso del cangrejo (2016) lo siguiente: “Ponle nombre a tu tristeza, para conocer el nombre de lo que añoras” y aquí hay un llamado con urgencia a nombrar el dolor y la rabia para materializarlas, reconocerlas. La poesía de Nadia, íntima y reveladora, traza las cicatrices para finalmente posar sus manos sobre la herida abierta y, sólo así, sanar.

Hay que gritar tanto para cubrir
los agujeros de la ausencia
hay que gritar tanto
para llenar el vacío
que nos dejó no volver
a escuchar a Janis Joplin,
hay que gritar tanto
para llenar el vacío
que nos dejó no volver
con nuestras madres.

*La imagen pertenece a la obra de la artista ucraniana Maria Frenzy.

Bibliografía
Bernal, N. (2019). El dolor de vivir en Woodstock. Ediciones El Humo.