Ojos abiertos #09, una columna de María del Rosario Acevedo Carrasco
La demonología es una disciplina que nos ofrece un cóctel de criaturas con las características más insospechadas, desde los seres que disfrutan hacer travesuras hasta aquellos cuya maldad arrebata vidas y destruye ciudades. Inmersas en la mitología, existen dos figuras peculiares por la naturaleza de su maldad: Los íncubos y súcubos, los demonios sexuales.
Estos seres visitan a las víctimas en sus sueños y, a través del acto sexual, roban su energía e incluso pueden llegar a procrear hijos híbridos de características demoníacas. Los íncubos asumen forma masculina, usualmente como hombres muy atractivos, y entran en los sueños de las mujeres en repetidas ocasiones para seducirlas y, finalmente, consumar el acto sexual y dejarlas encintas con el fin de asegurar su descendencia.
Los súcubos son la contraparte femenina, usualmente proyectada como prostitutas e, incluso, como Lilith, la primera mujer de Adán que fue expulsada del Edén y borrada de la historia. El trabajo de estos entes es menos laborioso que el de los íncubos, pues una visita basta para seducir al hombre, extraer su semen y, según las creencias, utilizarlo para procrear seguidores del demonio.
Las historias de íncubos y súcubos se popularizaron en la Edad Media y las personas eran advertidas acerca de su peligrosidad, pues estos demonios, además de cometer el acto inmoral y pecaminoso del sexo, succionaban la energía vital y, después de varias visitas, podían causar enfermedades e incluso llevar a la muerte. Así, las personas aprendieron a rezar cuando despertaban con los síntomas clásicos: Agitación, cansancio y la sensación de excitación aún latente, con el calor residual de las llamas que ardieron en sus sueños la noche anterior.
Aunque hasta la fecha podemos encontrar testimonios de las víctimas de estos demonios, hay un detalle que sigue haciendo que cuestionemos su existencia: Su origen, pues los primeros registros datan del medievo y la difusión por parte de la iglesia fue amplia, con el único y aparente fin de prevenir a la población sobre las devastadoras consecuencias físicas y espirituales de sucumbir a las tentaciones que el demonio les ponía en sueños.
Los límites entre las llamas del deseo y las del infierno se desdibujaron: Eran una misma. Y fue cuando el placer se tradujo en pecado y lo sexual se hizo sinónimo de lo reproductivo. El demonio, siempre tan listo, decidió poner sus tentaciones en el sitio de mayor vulnerabilidad del cuerpo y la mente. En los sueños se olvidan los mandamientos y los temores, el inconsciente no sigue las reglas del mundo exterior, se guía por sus propios principios y satisface sus necesidades.
Si de verdad existen los demonios sexuales, es un misterio, lo que no podemos negar es lo interesante que resulta su presencia en el folclor. Los íncubos y súcubos son el fiel reflejo de un temor social que nos ha condenado durante siglos y que hasta la fecha nos persigue: El temor a nuestra sexualidad. Y es que más allá de cualquier religión, la cultura occidental se ha caracterizado por una represión obligada, por una confinación del sexo a la alcoba marital para considerarse apropiado.
La realidad es que no le tememos a los demonios que vienen a poner a prueba nuestra fe, le tenemos miedo a nuestros propios impulsos, a nuestros “demonios”, aquellos que nos devuelven a lo más primitivo y visceral del ser humano, a los más bajos instintos que nos avergüenza liberar. Y la vergüenza es tan grande que necesitamos seres sobrenaturales para justificar nuestra lujuria, lo más inmoral que, casualmente, también es lo más natural que tenemos.
Quizás en un mundo diferente, más libre y menos prejuicioso, los demonios no existen, pues comprendemos que el mal, el placer y el deseo forman parte de nuestra naturaleza humana. Solo así, reconociéndonos como lo que somos, podremos tomar poder sobre los demonios y, entonces, dejarán de succionar nuestra fuerza vital y se convertirán en parte de ella.
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