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Poesía y Humanidades

La perspectiva del verdugo | Después de la pantalla #03

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Después de la pantalla #03, una columna de Diego Maenza


Michael es un ciudadano ejemplar, un vecino respetuoso y reservado, un habitante aplicado con sus deberes urbanos, un trabajador diligente, un hermano cariñoso. Al menos así lo descubrimos al inicio de su historia. Y así le gustará mostrarse al frecuentar su vecindario, al empatizar con sus circundantes en el trabajo, al entablar un flirteo con una de sus compañeras más cercanas. Con ella emprenderá un viaje de fin de semana, con la clara pretensión de implementar en su vida una relación que a todas luces no lo llena. Mantienen intimidad y esta situación no marcha bien. Algo lo incomoda y altera. Comprendemos que algo no anda bien en su vida. Nuestra tranquilidad también se empieza a desquebrajar. La puesta en escena de Michael se escapa de sus propias manos y sentimos que ya no queremos formar parte del engaño. Regresa a casa con el peso de la angustia y la desesperación. Dentro de ese pequeño departamento amurallado con incontables aldabas se conjuga un perturbador secreto. Michael, aquel hombre sensible y espigado, ese individuo desgarbado y bonachón, retiene contra su voluntad a un niño de diez años en una habitación a prueba de sonidos.

Sin hacer apología de comportamientos pederastas, el cineasta fija la mirada en el lado del verdugo. Ejecutar este proceso no es una tarea cómoda, pero en el balance de la representación temática, Schleinzer sale bien librado al lidiar con uno de los lados más escabrosos de la naturaleza humana sin recurrir al morbo ni a la impresión fácil.

Michael: crónica de una obsesión, no se plantea desde la condena ni la diatriba gratuita; quizá hace acopio de las exploraciones de los contornos que nutren de mejor manera la comprensión de una historia. Abordar la temática desde este lado, también conlleva la posibilidad de los estigmas, y de secuelas que transportan cargas de interpretación negativa, pero que bajo el manejo artístico adecuado se transforma en un peso que el cineasta asume con valentía y riesgo. Así, la exégesis que podamos digerir desde esta mirada también corre el peligro de la tergiversación. Para muestra de aquello, examinemos los principios críticos bajo los cuales se ha analizado la película:

“Su utilidad es discutible”.

“Falla al intentar sacar algún sentido al repugnante comportamiento”.

“Fría aproximación de un tema perturbador”.

Deberíamos intentar comprender que el arte está para mostrar, no para educar. El cine no está para adoctrinar mi para estampar mensajes moralizantes, y sí para explorar esos contornos hórridos del ser humano en donde habita la perversidad y la sinrazón.

Se ha criticado también el abandono al que se ve abocado el niño dentro de la trama, en un limbo que no llegamos a descubrir del todo pero que intuimos aterrador. El muchacho, devenido en un personaje secundario, no se muestra a plenitud, pues ni siquiera se nos permite descubrir alguna escena que evidencie su infortunio y tortura, como si dentro de aquella jaula amueblada no existiera el martirio. Las cámaras tan solo enfocan breves momentos de la habitación del suplicio. No obstante, hay que rescatar el arrojo del realizador al ingresar a esa zona de riesgo en la que se agita el comportamiento perturbado.

Momentos de gran simbolismo se desprenden cual destellos en la trama, como el escape del personaje en el bosque, al producir un pequeño ritual de entierro de una mascota que ha fallecido por causas misteriosas, evento que nos plantea más perplejidades que certezas, y que refleja la intención de encarrillar la historia hacia otros niveles de complejidad.

Michael demuestra que con una economía de personajes se puede construir grandes historias, como lo constata esta escalofriante narración de una relación de convivencia forzada a la cual asistimos expectantes y aterrados.

Quizá el final de Michael no sea un desenlace redondo, o que marque una intención estilística, pero sí es revelador de la voluntad mimética de colocarnos en los zapatos del verdugo, y sin pretender empatizar con sus propósitos, comprender, con una mirada neutral y desapasionada, su accionar.

La historia que se construye en la película no justifica al personaje ni lo absuelve, pero tampoco lo condena. No se trata de una observación tibia o de una interpretación ambigua, es más bien la exploración de todos los matices, donde la propuesta se equilibra entre esa tenue sombra que vigila la moralidad y los claroscuros de lo condenable. Y no obstante, en esa imparcialidad tambalean nuestras concepciones y Markus Schleinzer no nos tiene compasión, pues bajo esa gélida mirada de objetividad que proyecta sobre este su personaje más terrible, late ese afán por rescatar algo mínimamente luminoso desde el fondo del pantano de inmundicias del comportamiento humano.

Hombre de confianza de Haneke, y amparado bajo su sombra artística, el austriaco Schleinzer construye una de aquellas historias atroces que desde el comienzo sentimos que queremos dejar de verla (porque nos espanta, nos estremece, nos hace enchinar la piel) pero que definitivamente no podemos abandonar, aún con los pelos de punta y el estómago encogido.