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Poesía y Humanidades

La primera ofrenda. Bienvenida después del adiós | Ojos abiertos #28

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Ojos abiertos #28, una columna de María del Rosario Acevedo Carrasco


Como cada año, el viento arrastra consigo el olor del pan de muerto recién hecho, los campos están tapizados de naranja cempasúchil, las ollas de barro rebosan de mole y antojitos y claro, no faltan los gallitos de pepita. Pero en esta ocasión el aroma a noviembre se acompaña de una atmósfera de melancolía dedicada a aquellos que ahora no están. Los arcos de cempasúchil, que indican los hogares donde hay una primera ofrenda, abundan, y con las campanadas de medio día se abren las puertas para recibir a las almas de quienes partieron durante el año y vuelven por primera vez a recibir la ofrenda de sus seres queridos.

La primera ofrenda va más allá de una tradición, es una oportunidad para recordar, aún con el duelo fresco, a quienes partieron y de compartir tiempo con quienes siguen aquí. En muchas ocasiones es un altar más grande que el que se coloca normalmente, la expresión máxima de cariño con todo aquello que la persona disfrutó en vida: comida, cigarros, bebidas, juguetes, toda clase de objetos especiales e incluso música, lo necesario para recibir a su alma en su primer viaje de vuelta.

El camino de cempasúchil guía a los difuntos y los arcos que adornan las puertas guían a los vivos, aunque las costumbres varían, lo usual es abrir las puertas del hogar a cualquier persona que quiera llegar a comer y acompañar al alma recién llegada. La convivencia y las risas aminoran la tristeza, haciéndonos sentir que seguimos acompañados y permitiéndonos recordar desde el amor, sin juicios ni culpas, disfrutando del momento y sabiendo que, en ese momento, no estamos solos.

En algunos lugares se acostumbra llevar algo para colocar en la ofrenda, en otros basta la presencia para recibir un plato de mole, existen incluso algunos en que no se pone ofrenda el primer año, pues se piensa que las almas no tienen permiso para regresar aún. Pero independientemente de las creencias, la compañía resulta reconfortante y la comida, hecha con todo el amor, exquisita.

El 2021 es un año distinto a otros, los arcos de cempasúchil se observan en tantas casas que son imposibles de contar, y en algunas familias, las flores no guían a una sola alma. Con la pandemia aún latente y después de un año y medio de confinamiento resulta lógico pensar que en esta ocasión se esperen a más personas, llegado este punto, pocas son las familias que han salido ilesas de la catástrofe que aún nos aqueja. Pero hoy tenemos algo que hace un año no teníamos, la oportunidad de estar juntos.

Hoy más de uno regresa el tiempo en sus recuerdos y desea haber estado para poder disfrutar de la última vez que, la mayoría, no tuvo. Hoy nos encontramos con heridas que se sienten como si jamás fueran a sanar, con adioses que nunca se dijeron, con una soledad crónica por la imposibilidad, bastante literal, de compartir. Compartir el duelo, el amor, los recuerdos, de compartir la presencia con quienes sienten lo mismo y nos hacen más llevadero el haber perdido.

Hoy las mesas se llenan de complicidad, las cocinas se convierten en aquel lugar mágico donde la comida nace del corazón, cobijada por risas y servida por las manos cansadas que ayer se sujetaban nerviosamente preguntándose qué pudieron haber hecho diferente. El viento que abre las puertas y anuncia a los visitantes del más allá, sumado a la vida que llena los hogares que antes rezumaban soledad, nos traen de vuelta a un mundo que había perdido el significado y carecía de toda esperanza. Los colores, olores y sabores nos recuerdan que la muerte es parte de la vida, y que nos corresponde celebrarla en lugar de guardarle rencor por aquello que nos ha arrebatado.

Si los difuntos vienen a visitarnos o no, eso sigo sin saberlo y quizá jamás lo sepa, pero sigue siendo imposible ignorar esa sensación en el aire que nos reconforta, nos abraza y nos hace sentir que no estamos solos. Pero hoy estoy convencida de que no es solo por la tradición o la convivencia en familia, pues hoy puedo sentirlos conmigo, presentes, como si nunca se hubieran ido.

Y al final, así es. Mientras los recordemos, seguirán aquí.