Tríada Primate

Poesía y Humanidades

La tragicidad como estrategia de resistencia | ENSAYO PIRATA de Ángel / Alexandra de García

27 minutos de lectura

Para Rocío Priego, con cariño y gratitud.

Introducción

Michel Foucault propone considerar la ética como autoconfiguración estética del sujeto: “[…] lo que podríamos llamar las artes de la existencia. Por ellas hay que entender las prácticas sensatas y voluntarias por las que los hombres no sólo se fijan reglas de conducta, sino que buscan transformarse a sí mismos, mortificarse en su ser singular y hacer de su vida una obra que presenta ciertos valores estéticos y responde a ciertos criterios de estilo”.[1] Entre estas artes podemos reconocer prácticas tan variadas como el hedonismo epicúreo, el ascetismo monacal y la conformación de la identidad, en la juventud contemporánea, a distintos paradigmas difundidos por los mass media: a etiquetas como “millenial”, “hombre deconstruido, “mujer empoderada”… etiquetas reproducidas en redes sociales como signos identitarios que conceden (cuando menos en la fantasía), esplendor al individuo. Formas de devenir sujeto asimiladas por el mercado, estas etiquetas le prometen a quien las asume el reconocimiento de los demás, ya sea en la forma de aprobación moral, poder de seducción, influencia mediática, y en el mejor de los casos, capitalización de la propia persona y avance en la escala socioeconómica, pues tales identidades, si tiene uno suerte (belleza hegemónica, capital cultural, familia rica, etc.), le permiten a uno volverse influencer, abrir una cuenta de OnlyFans, o conseguir, como un efebo de la Antigua Grecia, un/a sugar daddy/mommy que lo mantenga.

En este panorama, las artes de la existencia han perdido el carácter de lucha que les concedía Foucault frente a los modos de sujeción que se le imponen al individuo: “[…] atacan todo lo que puede aislar al individuo, hacerlo romper sus lazos con lo otros, dividir la vida comunitaria, obligar al individuo a recogerse en sí mismo y atarlo a su propia identidad de un modo constrictivo. […] se mueven entorno a la cuestión: ¿quiénes somos? Son un rechazo de estas abstracciones, de la violencia estatal económica e ideológica que ignora quiénes somos individualmente”[2]. Frente a los imperativos del consumo y la productividad, las luchas contra los modos de sujeción se atomizan en nichos de mercado, en pugna unos con otros por ser reconocidos y asimilados por el capital: poder prieto, feminismo blanco,movimiento LGBTQ, etc. Estas luchas, que en un principio han combatido contra una figura opresora (la mujer contra el hombre, el individuo queer contra el cisgénero, etc.), al convertirse en productos en el mercado de identidades, pierden su carácter subversivo originario, convirtiéndose en categorías que nos atan a una identidad fija. Hay una manera específica de ser disidente sexual, de ser mujer empoderada, de ejercer la vida afectiva, etc., con repercusiones que van desde lo psíquico hasta lo económico: la música popular, de barrio, producida por latinos, triunfa en el mercado a condición de adaptarse a los discursos dominantes (piénsese en la celebración que figuras como Bad Bunny hacen del consumismo y el poder adquisitivo ligados al goce sexual), y actrices y actores queer reciben el premio de la inclusión en Hollywood si se adaptan a ciertos criterios de belleza y comportamiento.

A pesar de esta problemática, considero que hay algo valioso en la propuesta foucaultiana de la autoconfiguración estética de la existencia como forma de resistencia frente al biopoder, que en nuestra época es administrado ya no por el poder impersonal del Estado, sino por el del mercado mundial:

El poder económico se impone sobre la política, la distribución global del capital y la información rebasa las fronteras territoriales, mientras las instituciones políticas se vuelven locales y “ceden el control de procesos económicos y culturales a las “fuerzas del mercado” (Bauman), que por ser en esencia extraterritoriales no están supeditadas a control político. La regulación normativa del Estado pierde fuerza, su función se limita al mantenimiento del orden en el territorio administrado, con lo cual se ve despojado de sus poderes soberanos.[3]

Quizás tales formas de lucha defendidas por Foucault contribuyeron, en su asimilación al capitalismo, a diluir el dominio del Estado, pero no cabe duda de que el carácter a la vez totalizante e individualizante del biopoder (reflejado, respectivamente, en la biopolítica y la anatomopolítica), sigue siendo vigente, y al apoyarse el poder económico para imponer formas de dominación y de explotación, entre otras cosas, en su capacidad para convertirnos en sujetos de consumo (y, particularmente, de consumo de identidades), considero que la reflexión sobre las prácticas de si como estrategia de resistencia frente a las formas de sujeción puede recuperar su carácter subversivo si nos preguntamos: ¿pueden ser efectivas las prácticas de sí como estrategias contra el dominio no ya del estado, sino del capital? De ser así, ¿qué características han de tener estas prácticas? Tal es la pregunta que orienta este ensayo. Las prácticas de sí, asimiladas al mercado de identidades cambiantes del capitalismo, han contribuido a la disolución de lo colectivo, pero, así como Foucault buscó inspiración para su propio momento histórico en la áskesis griega, no con la intención de imitar al estoicismo o el epicureísmo, sino de cuestionar el campo de la experiencia posible en que estaba inmerso, mostrando su contingencia y facilitando la irrupción de nuevas formas de ser, quiero partir de la propuesta foucaultiana para plantear otra forma de entender la autoconfiguración estética de la existencia que resulte más adecuada a los retos de nuestro presente, sorteando las limitaciones, en el contexto de nuestro mundo globalizado, de la apuesta de Foucault.

Para lograr este objetivo, analizaré una forma de subjetividad, planteada por los griegos, que es el reverso de lo que la áskesis griega, de acuerdo con Foucault, buscaba constituir: la subjetividad del héroe trágico, el sujeto de la hybris (desmesura), no de la sophrosýne (templanza). Mi hipótesis es que en las categorías de la tragedia ética hay elementos que, en diálogo con la filosofía contemporánea, permiten proponer prácticas de sí que escapen a la lógica del mercado, contribuyendo a la realización tanto del individuo como de la colectividad, a través de la configuración estética de la existencia como existencia trágica.

  1. La condición trágica de la juventud

El ethos de la juventud digital es un ethos triste: los discursos mediante los cuales nos definimos a nosotros mismos, que en nuestro tiempo se producen y consumen, sobre todo, en las redes sociales, giran obsesivamente alrededor de la depresión y la ansiedad. Si bien podemos considerar de forma positiva la creciente conciencia sobre la importancia de la salud mental entre las juventudes de la era digital, no hay bien que por mal no venga, y tales discursos no cumplen una mera función descriptiva con respecto a nuestro carácter: constituyen un regime de savoir, un saber con incidencia en la configuración de nuestra subjetividad. Así, la tristeza generacional no es, meramente, un hecho objetivo que nos limitamos a señalar, sino algo que producimos y a lo que nos aferramos, pues constituye, además, una marca identitaria: los jóvenes estamos tristes, vamos a terapia y hacemos de la performance pública de nuestra tristeza una forma de distinguirnos de aquellos frente a los cuales nos definimos. En este gesto se encuentra otro rasgo con el que esta generación se define: el afán revolucionario, el anhelo de un cambio social.

¿Qué significa ser joven, y qué significa ser joven en el siglo XXI? El filósofo argentino Eduardo Rinesi, ofrece esta provocativa imagen:

Hay tragedia allí donde los dioses se imponen sobre los hombres y los destruyen. Remplacemos “dioses” por “muertos” y digamos que hay tragedia allí donde los muertos se imponen sobre los vivos, o vayamos un poco más allá y digamos que hay tragedia allí donde los viejos se imponen sobre los jóvenes, o demos todavía otro pasito y digamos que hay tragedia allí donde los padres se imponen sobre los hijos”.[4]

El fuerte sentido de interconectividad permanente producido por las redes sociales y por la configuración de la juventud como uno de los principales nichos de mercado, ha provocado que lo colectivo (o, al menos, la nostalgia de lo colectivo), tenga un papel importante en nuestros relatos sobre nosotros mismos: el individualismo de una juventud consumista convive con un fuerte deseo de definirnos como parte de un grupo, y una de las manifestaciones de esta tendencia es la obsesión por definirnos como generación. Esta colectividad, supuestamente homogénea, se define, necesariamente, por oposición a otra: desde la lectura de Rinesi, podríamos identificar a esa generación (también supuesta), con los dioses que construyeron el mundo donde habitamos, y cuyos oráculos (en términos de Foucault: régimen de saber, prácticas divisorias y modos de subjetivación), determinan en buena medida nuestra existencia, al ser el horizonte dado a partir del cual (y contra el cual) construimos nuestra identidad. La relación de la juventud con dicha generación tiene un carácter trágico en la medida en que su herencia suele interpretarse como una maldición: nos solemos definir con frases como “somos la generación a la que va a dejar de dolerle el amor”, proclamas a menudo acompañadas con fuertes críticas a las generaciones precedentes, con un sentimiento de superioridad moral e intelectual, desde el que se les reprocha habernos heredado un mundo tan desastroso.

¿Pero qué implica, en última instancia, el discurso tan extendido de caracterizar, de forma más o menos arbitraria, a las generaciones? Las etiquetas generacionales no toman en cuenta las diferencias de clase: el término millenial” surge en Estados Unidos, pero los jóvenes mexicanos nos describimos con él. Por otro lado, la publicidad y otros productos culturales, como las series de Netflix, las canciones y el cine, ofrecen una imagen de los millenials y generaciones siguientes, que claramente describe a jóvenes de clases acomodadas. Pierre Bourdieu ha señalado que los jóvenes de la clase alta tienen, a menudo, más similitudes con “los viejos” que con los jóvenes de otras clases sociales, pues:

Esta estructura que existe en otros casos (como en las relaciones entre los sexos), recuerda que en la división lógica entre jóvenes y viejos está la cuestión del poder, de la división (en el sentido de repartición) de los poderes. Las clasificaciones por edad (y también por sexo, o claro, por clase…) vienen a ser siempre una forma de imponer límites, de producir un orden en el cual cada quien debe mantenerse, donde cada quien debe ocupar su lugar.[5]

“Siempre se es joven o viejo para alguien”, resume Bourdieu, y conviene recordar que la juventud, tal como la entendemos hoy en día, es una forma de devenir sujeto determinada por las necesidades del mercado: los jóvenes somos sujetos de consumo, a los que se destina cierto tipo de mercancías, en consonancia con los valores hedonistas de nuestra sociedad, que chocan con los de generaciones pasadas. Desde un régimen de saber que fundamenta formas de división a partir de nichos de mercado (hay productos para jóvenes, para viejos, para latinos, para homosexuales, para feministas, etc.), parece perfectamente válida una clasificación generacional, que enmascara conflictos de clase: tenemos mucho más en común con nuestros padres y nuestros tíos de la clase proletaria que con los jóvenes herederos de un empresario, y el conflicto generacional convierte en enemigos a los posibles aliados en la lucha de clases.

Con estas reservas, es que utilizaré la oposición viejo-joven en el presente ensayo, entendiendo la juventud como una posición dentro del entramado de las relaciones de poder, determinada por sus circunstancias materiales: los “milleanials[6] seguimos considerándonos jóvenes, muchas veces, a una edad en la que nuestros padres ya habían dejado las prerrogativas de la juventud para formar una familia y trabajar. Esto se debe, entre otros factores, a la crisis inmobiliaria y financiera que dificulta aspectos tan elementales como rentar un departamento, pero también a un cambio de expectativas frente a la vida: pocos jóvenes estamos dispuestos a hacer antigüedad en una oficina, en una fábrica u otros empleos asumidos “sin tanto drama” por nuestros padres.

Por otro lado, entiendo el término juventud como una forma específica de subjetivación que no está limitada a la fecha de nacimiento. El viejo Falstaff, de William Shakespeare, encarna la juventud, mientras que el joven príncipe Hal, que se convierte en el rey Enrique V, es la encarnación del orden y la autoridad del estado, que condena al viejo Falstaff y su pandilla de vagos sin oficio ni beneficio, que prefieren el placer, la vida y la vagancia en lugar del honor, la gloria y la guerra. En esta posición es que encuentro el potencial revolucionario de la juventud.

  • Entre la catástrofe y la revolución: el pathos de la juventud

Las familias más famosas de la tragedia griega, los Labdácidas y los Atridas, son estirpes condenadas a la destrucción, cuyos crímenes son heredados por sus descendientes. La tragedia griega siempre trata de los hijos de alguien: los hijos de Agamenón y Clitemnestra, los hijos de Edipo, etc. Rinesi observa con perspicacia la condición de juventud del personaje trágico (aunque se trate del viejo Edipo), pues, como dice Bourdieu, “siempre se es joven o viejo con respecto a alguien”, y en la tragedia antigua el personaje, aunque sea un rey o hasta un dios, aparece siempre relacionada con alguien (o algo) que ejerce un poder frente a él: frente a la familia, los gobernantes, los muertos, los dioses (o un dios más poderoso, como Zeus frente a Prometeo), el héroe trágico es un niño, y su rebeldía recuerda, a menudo, la que se suele atribuir a la juventud.

La juventud, como punto de tránsito entre la infancia y la madurez, se caracteriza por su condición dependiente, y por la dificultad del sujeto de conciliar su autonomía con esa condición. La juventud implica cierto grado de libertad del que no dispone “el adulto”; como señala Bourdieu, “la representación ideológica de la división entre jóvenes y viejos otorga a los más jóvenes, ciertas cosas que hacen que dejen a cambio muchas a los más viejos”[7]. Las relaciones de poder, como señala Foucault, son dinámicas, y no pueden expresarse con la fórmula simplista de los que tienen el poder contra los que no lo tienen: “Por el hecho de ser estudiante, ya está usted inserto en una cierta situación de poder; yo, en tanto que profesor, estoy en una situación de poder”. Unas líneas más adelante, añade: “Lo interesante es, en efecto, saber cómo en un grupo, en una clase o en una sociedad funcionan las mallas del poder, es decir, cuál es la localización de cada uno en el hilo del poder, cómo lo ejerce de nuevo cómo lo conserva, cómo lo repercute[8]”.

Desde esta perspectiva, podemos comprender que, en la tragedia, a menudo se señale el infantilismo de los personajes, su necedad y su orgullo; es habitual, en los procesos de montaje de una tragedia, señalarle al actor el carácter de berrinche de las acciones de los personajes. Un “adulto”, desde luego, no hace berrinches: si los hace, se considera que su comportamiento es el de un niño o un adolescente. Pero hay otro aspecto de la juventud que puede llevar a un sujeto (en la vida y en el escenario), a autoconfigurarse ya no como personaje, sino como héroe trágico, como aquel que lleva a término su potencial revolucionario en vez de ser, simplemente, consumido por sus ansias destructivas, trasciendo la rebeldía  sin objeto y el berrinche:

En la tragedia, por el contrario (en oposición a la comedia), se afirma la posibilidad y capacidad del hombre y de la humanidad de entrar en una lucha irreconciliable con la situación inicial insatisfactoria, que va más allá de sus consecuencias. Al luchar contra la imperfección y el mal del mundo que lo rodea, el héroe de la tragedia aspira al cambio, a la reestructuración del orden dado de las cosas, aporta a éste nuevos fundamentos y principios a cambio de su vida, bienestar o felicidad[9].

“La capacidad humana para entrar en una lucha irreconciliable con la realidad” bien puede devenir en lo que Foucault llama “formas de elaboración”, es decir, “el trabajo ético que realizamos en nosotros mismos y no sólo para que nuestro comportamiento sea conforme a una regla dada sino para intentar transformarnos a nosotros mismos en sujeto moral de nuestra conducta”.[10]Así, en las prácticas de sí de los griegos, esta forma de elaboración se caracterizaba como una lucha constante contra uno mismo; en la práctica trágica, debe ser una lucha permanente con la “situación inicial insatisfactoria”, dejando de lado las consideraciones propias de nuestra época obsesionada con la psicología de la felicidad, donde se supone que nada nos estrese, que nada nos cueste: la revolución está en contra de los preceptos de la salud mental. Esta forma de subjetivación (como sujeto en constante lucha con el mundo), puede anular las ansias revolucionarias cuando ni se convierte en acción, ni se resuelve en “aceptar las cosas como son” (lo que, a menudo, se entiende como “madurez”); conduce así a la inutilidad del sufrimiento, a la sombría sabiduría a la que Nietzsche le opone la tragedia: “Estirpe miserable de un día, hijos del azar y la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto”[11]. Este es el pathos con el que, a menudo, se define la juventud contemporánea, alimentándolo mediante el consumo y producción de discursos que “romantizan” la tristeza.

La juventud contemporánea se caracteriza por su actitud hipercrítica frente a los problemas estructurales que determinan su sufrimiento y su actuar. ¿Qué utilidad tiene eso si no nos conduce a la acción y al cambio, sino, meramente, a una queja interminable sobre los males del mundo? Una posible alternativa es la del cinismo: puesto que nada se puede cambiar, disfrutemos de la vida como viene, refugiándonos en nuestra autoconfiguración estética individual. Pero existe también la posibilidad de entender la autoconfiguración estética como una obra colectiva: a la soledad del genio creador, oponer la ética del arte teatral, donde cada uno de los integrantes del hecho escénico, sin dejar por ello de autoconfigurarse libremente (en su propuesta gestual, vocal, sus acciones físicas, etc.), supedita su ritmo individual al ritmo colectivo, su lucimiento personal al esplendor de la obra. Así, el modo de sujeción[12], que en nuestra época es fundamentalmente individualista, puede devenir modo de sujeción colectivo y, además, vitalista: en su obra El nacimiento de la tragedia¸ Nietzsche propone la alegría como categoría central de lo trágico, donde la afirmación de la vida se revela como el correlato de la capacidad de sufrimiento que permite contemplar el horror de la existencia, la oposición irreconciliable, no como queja, sino como acción y arrojo y, en este caso, como oposición irreconciliable contra los modos de sujeción del mercado (inseparables de modos de dominio y división), que, en términos teatrales, evitan que acontezca al hecho escénico, pues encierran a cada actor en su pequeño mundo.

En una práctica trágica de sí (y, puesto que es trágica, teatral, es decir, colectiva), el esplendor del sujeto en menoscabo del esplendor del colectivo es desechado (es el criterio de estilo y valores estéticos del que habla Foucault), con la férrea disciplina del actor que desconfía del falso relumbre de ser una estrella solitaria, mientras el resto de la obra se derrumba.

  • La moira como substancia ética de la práctica trágica de sí

El concepto de moira en el pensamiento griego arcaico, nos permite pensar la situación intolerable de Kurguinian, aquel estado de las cosas frente al que se revela el héroe, determinado por los dioses, los muertos, los viejos:

Moira para el hombre clásico -o de épocas anteriores- significa pura y simplemente “parte”, digamos “la que te tocó”. En términos contemporáneos, es habitual decir “yo no creo en el destino”. Pero, aunque se trate del ser más racionalista que pisa esta tierra, siempre algo le tocó. Nació en Buenos Aires, en Almagro, y no en Bagdad o en París; es hijo de inmigrantes españoles, y no descendiente de la nobleza rusa o de una fabela de Río de Janeiro, etc. Esto es la moira, las circunstancias peculiares de cada existencia, estas no se entienden como opuestas a la libertad, sino como un hecho concreto de la existencia que hay que afrontar[13].

La relación con la moira es intrínsecamente conflictiva, y los héroes de la tragedia griega radicalizan ese conflicto, ya sea que renieguen de su moira o se aferren a ella. En todo caso, la moira aparece como lo dado, lo que no elegimos, pero que, irrenunciable, es parte intrínseca de lo que somos: esposible acceder a la clase capitalista, mudarse de país o renegar del género asignado al nacer, pero nada cambiará el hecho de haber nacido en la clase trabajadora, en un país tercermundista y con cierto nombre y asignación de género específicos. En el conflicto con la moira se juega el problema de la identidad: ¿cómo nos configura la moira en tanto clase social, nacionalidad o cuerpo sexuado? ¿Qué podemos hacer al respecto? Estos problemas, en la lucha por los derechos de grupos humanos colocados por la estructura hegemónica en una posición subalterna, se encuentran al centro de las preocupaciones de la juventud contemporánea, y son una fuerte constante de conflicto con otras generaciones, cuyo precepto ético podríamos describir con la máxima: “hay que reconciliarse con la moira”. Por el contrario, el afán de la juventud consiste en rebelarse contra ella: deconstruir el género, las relaciones sexoafectivas, las jerarquías, etc. Pero la moira no desaparece y, en un momento histórico donde el fundamento ha caído, donde no hay más allá metafísico ni hechos desnudos, podemos interpretar a la moira como la sustancia ética inmanente de ciertas prácticas de sí[14]; en este sentido, en la forma de elaboración de dicha sustancia ética, cabría señalar a la juventud como sujeto de la hybris o “desmesura”, en oposición al sujeto de la enkrateia o “continencia”de la “adultez”, que busca alcanzar la sophrosýne o “templanza” mediante una constante lucha interior, sofocando los anhelos revolucionarios, el descontento, todo aquello que los lleve a “no aceptar las cosas como son”:

Una intuición del pensamiento antiguo entrelazó hybris y teatro. La hybris lleva al ser humano a abandonar el colectivo y precipitarse en la visibilidad, lo que significa estar expuesto al abandono y al peligro. La escena se constituye como el lugar que simboliza esta amenaza. El ser humano como más que sí mismo, el ser humano de la hybris, posee y despierta en su interior una especie de distancia respecto a sí mismo, una autoelevación que es, paralelamente, una elevación por encima de los demás. Así, atrae hacia sí envidia, rivalidad y deseos de venganza, esto es: el precio de sobresalir; de este modo, el cuerpo entra en la escena para tenderse y morir.[15]

El sujeto de la hybris desafía a la moira, se rebela contra su herencia y contra las coordenadas del mundo que él no eligió, pero esta moira es, al mismo tiempo, constitutiva de sí mismo. Esta acción conduce, a menudo, a la soledad de enfrentarse al grupo; de ahí que, en nuestro tiempo, la llamada a la acción colectiva tenga tanta importancia, de forma que el acto de rebeldía no quede reducido a la hybris como insolencia y desmesura que conduce a la destrucción, para convertirse en la fuerza que mantiene unido un colectivo emancipatorio donde, tal vez, no tengamos que autodestruirnos en el camino por transformar la situación intolerable, como sucede, a menudo, en las tragedias.

La paradoja, pero también la oportunidad, que la moira presenta en nuestro tiempo, está en que no se presenta más como algo trascendente. En términos hegelianos, podríamos asociar la moira, en cierto modo, con la naturaleza, carente de significado, lo simplemente dado de lo que el ser humano se tiene que apropiar; en este sentido, la moira, como substancia ética se convierte en substancia espiritual, lo que nos ligaría, en nuestra propia autoconfiguración estética, con el colectivo:

El espíritu es la realidad ética. Es el sí mismo de la conciencia real, a la que se enfrenta, o que más bien, se enfrenta a sí misma, como mundo real objetivo, el cual sin embargo, ha perdido para sí mismo toda significación de algo extraño, del mismo modo que el sí mismo ha perdido toda significación de un ser para sí, separado, dependiente o independiente, de aquel mundo. El espíritu es la sustancia y la esencia universal, igual a sí misma y permanente –el inconmovible e irreductible fundamento y punto de partida del obrar de todos– y su fin y su meta, como el en sí pensado de toda autoconciencia. Esta sustancia es, asimismo, la obra universal, que se engendra como su unidad e igualdad mediante el obrar de todos y de cada uno, pues es el ser para sí, es la esencia que se ha disuelto, la esencia bondadosa que se sacrifica, en la que cada cual lleva a cabo su propia obra, que desgarra el ser universal y toma de él su parte. [16]

Así, la autoconfiguración estética se revela como configuración de la moira, que trasciende al individuo sin estar separada de él: la moira es lo dado desde afuera, pero determinado por nosotros mismos en la medida en que podamos dejar de ser yo para devenir nosotros. Así, la moira que es lo dado, nos la otorgamos nosotros mismos desde el espíritu, desde el nosotros: no la elegimos, pero en cierto modo, sí la elegimos, pues la fundamos y resignificamos en la práctica colectiva.

 En la medida en la que los sujetos de la tragedia son individuos, son meramente personajes trágicos, arrastrados por sus pasiones; en la medida en que apuestan su felicidad, y hasta su vida, para transformar una situación intolerable (conscientes o no de ello), son héroes trágicos: así, con la muerte de Edipo se destruye la tiranía para dar paso a la democracia y con la muerte de Hamlet y el resto de la corte se destruye el régimen podrido que no empezó con Claudio, sino con el padre de Hamlet.

Pero estas obras, en suma, terminan mal… los personajes, presos en su individualismo, no logran, realmente, cambiar el mundo: otro tirano sucede a Claudio y Edipo.

Habría que renunciar al culto a los héroes.

  • Conclusión: la transformación política como télos de la práctica trágica de sí

La moira se presenta como una circunstancia que se le impone al personaje, si bien la dramaturgia trágica nos presenta a los personajes responsabilizándose de sus actos: no importa que Apolo haya mandado su maldición sobre Edipo, éste reconoce sus errores como propios, y se le piden cuentas por sus actos. Del mismo modo, Ismene y Antígona toman posturas diferentes frente a la moira, y el centro del drama de Electra, en Eurípides, es la indecisión de Orestes: al final, queda claro que éste decide cumplir con las órdenes del oráculo, y que pudo decidir no hacerlo. El hecho es que, como el héroe trágico, los jóvenes contemporáneos estamos increíblemente conscientes de nuestra moira, de ser hijos de alguien y de estar frente a circunstancias que no elegimos, pero frente a las cuales hay que accionar. En redes sociales se puede leer que “somos la generación a la que va a dejar de dolerle el amor”, pero también que somos la generación que puede prevenir (o no) la catástrofe ecológica. Así pues, de la presencia de la moira deriva una insoportable angustia.

El filósofo Miguel Herrera Corduente ha señalado esta actitud como fundamental para la tragedia:

La unión inevitable entre el destino (moira) y la transgresión involuntaria (hamartía) constituye la médula del enigma trágico. Hay una cierta redundancia porque el enigma es eminentemente trágico, y lo trágico es por sí enigmático. El enigma es la interpelación que nos domina sin ofrecer salida. Lo trágico es la necesidad de responder que acarrera la ruina. En la tragedia griega se cuenta la experiencia fundamental del estar en el mundo: cómo el cumplimiento del destino aparta al hombre del mundo y cómo mediante este sufrimiento se humaniza el mundo[17].

No sabemos las consecuencias que tendrán nuestras acciones, y en ello consiste lo trágico del enigma: constituye un callejón sin salida, que es la esencia de lo trágico. Estamos, en cierto sentido, condenados al fracaso: no importa lo que hagamos, las generaciones venideras -como lo enseña la historia-, nos juzgarán y responsabilizarán por nuestras acciones y posturas. Pero es justo la necesidad imperiosa de responder a la interpelación del mundo, a pesar de la amenaza de la catástrofe, la hamartía o error involuntario de la tragedia antigua, que encuentro las posibilidades emancipatorias de emplear este discurso arcaico para autoconfigurarnos a nosotros[18] mismos, a fin de llevar ciertas tendencias, ciertas preguntas, ciertas pasiones, hasta sus últimas consecuencias. Prosigue Miguel Herrera:

La representación trágica trata de ser primero que nada la exposición de una experiencia integral del hombre y del mundo humano. Lo esencial de esta experiencia es la idea de que el hombre se ve obligado a pagar con la ruina por su pretensión de ponerse a la altura de lo que le está destinado, ya que lo que nos viene destinado es, en el fondo, insondable e inaccesible. Pero el hombre sólo alcanza su propio ser al tratar de ponerse a la altura de lo destinado. Es un enigma porque en el fondo tamaña falta (hamartía) equivale a apartarse de lo suyo propio al consumar su esfuerzo por lo destinado. Pues destino es la porción o parte (moira) que nos viene destinada, y la transgresión es pérdida de la parte destinada (en “hamartía” resuena á-moira)[19].

Frente al peligro de perder nuestra parte, la constitución de un colectivo aparece como la última esperanza: he aquí el espíritu hegeliano, “la esencia que se ha disuelto, la esencia bondadosa que se sacrifica, en la que cada cual lleva a cabo su propia obra, que desgarra el ser universal y toma de él su parte”.

La tragedia tuvo, en sus orígenes, un propósito didáctico-político: el teatro contribuía a la formación de los ciudadanos. Frente a la crisis del Estado en nuestro momento histórico y nuestra nación, la representación trágica abre la posibilidad de instaurar escenarios utópicos:

La utopía, ese lugar abstracto e inexistente se suma a los componentes de la visión trágica: nada más trágico hoy que la utopía. Esta idea de lo utópico está denotando un oikos, una ley personal que se opone a una ley social: la de la discriminación, la de no ser un igual, la de ser un marginado. Este ser mariposa utópica significa ser en un mundo fuera de la Ley. Esa ley que se ha impuesto o “contratado” de alguna manera a partir de la existencia de la Polis, y del Estado Nación (aunque bastante fallido en el caso mexicano).[20]

Esta necesidad de una nueva ley, de un giro radical en las circunstancias actuales, constituye el gesto fundamental del personaje trágico. Para los héroes y heroínas trágicas, las condiciones del mundo son insoportables, y así, puede interpretarse la teleología de las prácticas trágicas de sí, más allá del individualismo del personaje trágico (cegado por su pasión, arrogante y un tanto infantil), como la creación del espíritu: no ya la aspiración de la sophrosýne, ni de la aceptación estoica, ni de la insensibilidad frente al mundo; tampoco la plena estetización de los propios afectos, ni el anhelo de consumirse en un goce continuo y solipsista, sino la transformación efectiva de las condiciones materiales, la creación de la propia moira, nuestra moira, dentro de la cual es posible la vida como obra de arte, pero obra de arte colectiva, liberada de la explotación y la distribución desigual de las riquezas que sostienen al capitalismo.

Un buen actor en medio de un elenco mediocre no salva dos horas de desastrosa función, y es claro que el mundo en el que vivimos es una puesta en escena deplorable.


Bibliografía

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[1] Foucault, Michel. Historia de la sexualidad 2. El uso de los placeres, p. 9
[2] Foucault, Michel. El sujeto y el poder, p.7
[3] Priego Cuétara, Rocío del Alva. “Foucault y la fragmentación de la resistencia”.
[4] Rinesi, Eduardo., “Notas sobre la tragedia y el mundo de los hombres”, p. 273
[5] Bourdieu, Pierre. “La juventud no e más que una palabra”, p. 164.
[6] Entiéndase, para fines prácticos: quienes tenemos, acabamos de cumplir o estamos por cumplir treinta años, lo que implica que vivimos, en la infancia o la pubertad, la transición hacia la digitalización de la experiencia. Esto marca una diferencia notable con generaciones aún más jóvenes, quienes nacieron ya en un mundo inmerso en las dinámicas de redes.
[7] Íbid, p 64
[8]Foucault, Michel. “Las mallas del poder”, p. 254
[9] Kurginian, María Serguieviena. Hacia una teoría dramática, p. 55
[10] Foucaul, Michel. Historia de la sexualidad 2. El uso de los placeres, p.19
[11] Nietzsche, Friedrich. El Nacimiento de la tragedia, o Grecia y el pesimismo, p. 9
[12] “Las diferencias pueden también llevar al modo de sujeción, es decir a la forma en que el individuo establece su relación con esta regla y se reconoce como vinculado con la obligación de ponerla en obra. Por ejemplo, podemos practicar la fidelidad conyugal y someternos al precepto que la impone porque nos reconocemos como parte formal del grupo social que lo acepta, que se envanece de ella en voz alta y que silenciosamente conserva su costumbre”. Foucault, Michel. Historia de la sexualidad 2. El uso de los placeres, p. 19. Esta forma de sujeción para apropiada a nuestra época, aunque acaso convenga sustituir grupo social por nicho de mercado, donde no hay realmente colectividad, sino una serie de sujetos atomizados que, desde su soledad, compran en la misma tienda.
[13] Pinkler, Leandro. “El Edipo Rey de Sófocles”
[14] “Convienen a lo que podríamos llamar la determinación de la sustancia ética, es decir la manera en que el individuo debe dar forma a tal o cual parte de sí mismo como materia principal de su conducta moral”. P. 19.
[15]Lehmann, Hans-Thies. “Miradas sobre el cuerpo” en Teatro posdramático, p. 78. Las cursivas son mías
[16] Hegel, G.W.F. Fenomenología del Espíritu, pp. 259-260
[17] Herrera Corduente, Miguel. “El enigma trágico y la filosofía. La dialéctica y el diálogo trágico”, p. 189. Las cursivas son mías.
[18] La autoconfiguración del yo supeditada a la del nosotros, igual que el teatro: tecnologías del nosotros, creación colectiva (que incluye, como en un círculo concéntrico, la autoconfiguración del individuo), frente a las tecnologías del yo.
[19] Íbid. El subrayado es mío.
[20] Monte, Fernanda de. “Pensamiento trágico en la escena performática mexicana”. Las cursivas son mías.


Ángel / Alexandra de García, Princesa de León (Ciudad de México, 1996), es actriz, ensayista y filósofa. Becaria de Ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas (2021-2022). Actualmente cursa la maestría en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Instagram: prinx.a_deleon. FB: Ángel de León.