Apología de lo mundano #01, una columna de Paola Arce
Ni fuerzas oscuras que hacen que te suicides, ni zombis, ni tsunamis, terremotos o alguna de las (muy merecidas) violentas venganzas de la naturaleza en contra de la especie humana. Es un virus el que atenta con acabar con nosotros. Steven Soderbergh nos hizo el favor de mostrarlos nuestro futuro allá por el 2011 en la película Contagio. Aunque no está de más destacar, que varías historias de zombis se basan en la premisa de un virus que “transforma” y aún es temprano en la trama para saber qué tan mal se pueden poner las cosas.
Debemos estar orgullosos como especie, hemos alcanzado a la ciencia ficción. Los años de evolución nos han permitido extinguirnos a nosotros mismos; guerras, explosiones nucleares, genocidios; en fin, un martes en la tragicomedia de la vida humana. Nos deslizamos por los días —¿qué hubiera sido de nosotros en el 2005, con teléfonos Nokia e internet que conecta con objetos no identificados? — preguntan en las redes sociales. ¡Ah! benditos espacios donde los internautas anónimos desearían no serlo ¿si dejo de publicar hoy, desaparezco? Esa sería una premisa interesante.
Nos hemos remplazado por figuras acartonadas que se transportan sin mayor aplomo. La palabra conexión se torció, la interacción social y su relación con el cómo se construye la realidad ha sido siempre un tema complicado de abordar. Las nuevas formas de comunicación llevan el suficiente tiempo ahí para que comencemos a sentirlas incomodas. Las fobias no se dan abasto con los prefijos para la nerviosidad moderna; las hay para describir temor a formas de comunicación y las hay para describir temor a la ausencia de las formas de comunicación ¡tenemos todos los flancos cubiertos!
Los espacios íntimos de los hogares se han convertido en el centro gravitacional de la vida, se convive con la huella corporal de la ausencia, compartimos los secretos, la vida oculta, las fotos petrificadas de los momentos añorados, el orden de la sala, la cocina. Con una simpatía turgente, en medio de la irrefutable prueba de mortalidad, la posibilidad de tener una ventana al mundo con el poder de expresar opiniones fuera del laberinto de las frustraciones privadas trae diferentes discursos formados con entusiasmo de plástico que piden poner atención a “las cosas que valen la pena”. De pronto ahogarse entre 300 personas en los andenes de metro Pantitlán a las 7:00 am son condiciones idílicas, una perspectiva muy audaz, hasta para aquellos que disfrutan de las emociones fuertes; ya nos lo dijo Chava Flores en una exquisita pieza musical ¿a qué le tiras cuando sueñas mexicano?[1]. Las nuevas máscaras permiten dejar en casa la de uso diario y la empatía se ha puesto a la venta, claro, para el que pueda pagar, hay ciertos lujos inalcanzables para el mexicano promedio. Este ciudadano es una fracción de la realidad, la diferencia entre lo que aspira a-ser y las condiciones sociales en las que nace, es la mancha urbana, el za-zón. El flujo ininterrumpido de la vida en la gran Ciudad de México; con sus motores ahumados y tianguis que ocupan kilómetros de paca, los clásicos del cine de ayer y hoy (ahora en formato mp3), verduras, remedios ancestrales contra el mal humor, productos que salen de la cabeza del vendedor, verdaderas piezas de arte desconocido. La vida en las calles no pierde su ajetreo. En el transporte colectivo se designaron filas de lugares que deberían permanecer vacíos, las cintas amarillas yacen bajo las suelas gastadas de los usuarios que, después de una jornada laboral, están demasiado cansados como para cuidar la distancia. ¿qué hubiera sido de nosotros en el 2005? El mismo montón de ojos inexpresivos que van poco a poco aprendiendo la aprehensión sintética de lo irreparable.
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