The trash can of ideology #21, una columna de Ángel de León
“Todos estamos en falta”. Palabras fulminantes de mi psicoanalista lacaniana. “Siempre hay un roto para un descosido: uno tiene un hueco y el otro está desgarrado… ambos tienen hoyos. Y deciden estar juntos”. Uno tapa un hoyo y se abre otro: mejora la vida amorosa, se desmadra el trabajo. Así vamos por la vida.
Un remedio efectivo contra la neurosis es notar como el otro, incluso el que envidiamos, tiene un hoyo igual que tú. Él tiene lo que me falta: dinero, belleza o talento. Pero a lo mejor yo tengo lo que a él le falta. “Tú eres muy inteligente”, me dicen. Daría mi inteligencia por ser seductor. Lo chistoso es que el otro, tal vez, estaría muy contento de intercambiar su sex appeal por mi cerebro.
El duque de Edinburgo, en The Crown, tiene una crisis de mediana edad. Se obsesiona con los astronautas que pisaron la luna. Su esposa-la reina-le consigue una audiencia con sus héroes: en su gira por el mundo visitan Buckingham Palace, y el duque tendrá unos minutos para preguntarles, a solas, todo lo que le inquieta. Lo que no le deja dormir. ¿Qué respuestas traerán de la luna que el duque no puede encontrar en su aburrida vida palaciega? ¿Qué habrán descubierto mientras miraban la tierra desde las estrellas?
“No había mucho tiempo para pensar, Alteza. Teníamos una agenda estricta: había que arreglar el calentador de la nave. Estaba bonito, eso sí, pero no había tiempo para fijarse en eso. Fue divertido”.
El duque se reserva el resto de sus preguntas. Las más poéticas. Las metafísicas. “¿Podemos preguntarle algo?”. El duque sonríe y asiente. Oculta su decepción en la gentileza de un royal. “¿Qué se siente vivir en un palacio? ¿Qué se siente estar casado con la reina? ¿Qué se siente ser un príncipe?”.
Los héroes del duque no traen respuestas: traen preguntas de la luna. Esperan respuestas en Buckingham Palace. En la luna hacía frío y no había nada que ver: solo rocas y polvo. Nada comparado a las joyas de la reina, a los retratos de palacio. El duque de Edimburgo se sueña astronauta: los astronautas se sueñan príncipes reales.
Todos estamos en falta. El príncipe que quisiera ser rey. La reina que quisiera dejar la corona a su hermana: “yo sería muy feliz cuidando caballos. Hablando todo el día de caballos”.
Bob Esponja quiere ser gerente. Pero el padre, Don Cangrejo, se lo niega: “eres solo un chico”. Horror de las etiquetas: reina, príncipe, ciudadano, chico. E-res-so-lo-un-chi-co. Metáfora lacaniana en el cuerpo de Bob: toda risa, todo optimismo… pero está hecho de hoyos. Como estamos todos, infelices con la etiqueta que nos tocó. Lo que no daría uno por cambiarla. Calamardo recibe el puesto de gerente y él quisiera ser artista. Quisiera ser como Bob. Calamardo es un hombre y qué mierda ser hombre.
Todos esperamos la aventura que nos haga dignos de recibir el puesto de gerente. Ya no ser un chico: ser un hombre. Bob se lanza a recuperar la corona del rey para que Don Cangrejo le de la corona que anhela: el puesto de gerente. El nombre lo cambia todo: transforma nuestros hoyos. Magia de sirena que le da un bigote a Bob: “un hombre soy”. Todo se juega en el lenguaje: “eres mi novio”, “eres el chico de mis sueños”, “eres mi orgullo”, “eres el hijo que siempre quise”. “Eres un héroe”, “eres premio Nobel”. “Eres un hombre por fin”.
Al final Bob Esponja recupera la corona. Pero sigue siendo un chico. Un chico en falta movido por el deseo. Comprende, al final de su viaje, que la etiqueta no importa: un hombre-Calamardo-, el padre-Don Cangrejo-, no viajó a Ciudad Almeja. Para llorar la lágrima de todos los cacahuates, la que derrota al cíclope y devuelve la vida a los muertos, hay que ser un chico. Al final del análisis-dice Lacan-, el sujeto se identifica con su síntoma. que no lo determina a ningún destino inescapable: si los hoyos se llenaran no seríamos libres… los agujeros en el cuerpo de Bob son marca de su finitud, pero también de su absoluta libertad. Somos pura indeterminación, dice Hegel: Bob Esponja es un chico, pero lo que cuenta es lo que hace el chico. Aunque lo haga por la aprobación del padre, que quizás no llegará. Importa el movimiento, el deseo: somos lo que hacemos.
Bob Esponja olvida el puesto de gerente. Olvida su deseo de ser un hombre. Simplemente canta. Una canción sin sentido: Patricio con mallas de mujer, Bob Esponja mago. Cuerpo sin órganos deleuziano que se desterritorializa y se transforma. Los agujeros nos permiten eso.
“Y también soy un sonso y un chiflado y un cabeza de chorlito. Pero sobre todo soy, soy, soy, soy…
¡SOY UN CACAHUTE!
¡ERES UN CACAHUATE!
¡TODOS SOMOS CACAHUATES!”
Cacahuate nimio, insignificante. Cacahuate que, en medio de su vacío, tiene un fruto. Un pequeño fruto: el tesoro irrenunciable de nuestra unicidad. El objet petit a, de Lacan, el agalma de Platón: ese algo inaprehensible, insignificante, que causa el deseo en el otro. Que nos define en medio de nuestra indefinición. Cacahuate, metáfora de la falta. Bob Esponja es libre al identificarse con la falta, al nombrar cacahuate: se da cuenta de que chico es lo que siempre quiso ser. Lo que era ya y no puede dejar de ejercer: deseo. Se identifican ser y voluntad.
Contra eso nada pueden Plankton y sus cascos de control mental. Don Cangrejo le da, finalmente, el puesto de gerente. Solo cuando ya no lo esperaba, cuando ya no le importaba.
Bob Esponja es gerente, pero no es un hombre. No necesita ser un hombre.
Es sólo un cacahuate.
Todos somos cacahuates.
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