Apología de lo mundano #11, una columna de Paola Arce
Las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México guarda entre sus espacios hartas tradiciones, momentos petrificados de un pasado que se niega a ser olvidado; Vigila desde el anonimato a los transeúntes que se mezclan entre líneas temporales al pasar, desconociendo la existencia del otro, ajenos. Los sonidos del ambiente hacen característico al Centro, desde sus vendedores con gran capacidad pulmonar que vociferan las más suculentas ofertas, el bullicio de los autos, el murmullo de las conversaciones y una que otra risa estridente que sobresale. Pero hay un sonido particular, uno especial, que acompaña la suavidad de las tardes por la calle de Madero, el organillo.
Este instrumento fue inventado en el siglo XVII en Italia y consiste de un cilindro con púas o alambres que contiene las notas de la melodía que viaja por tubos de cuero hacía las flautas, el cilindro es movido por un manubrio externo a la caja de madera que contiene todos los elementos, lo que hace que esta llegue a pesar más de 30 kilos. En los años subsecuentes a su invención se fue popularizando en todo Europa encontrando su primer gran auge en Alemania. Los organillos llegaron a México en el Porfiriato con una familia de inmigrantes alemanes que se dedicaba a fabricar principalmente pianos, quiénes fundaron la casa de instrumentos Wagner y Levien en la calle Coliseo viejo, hoy llamada 16 de septiembre. Actualmente se les puede encontrar en la calle de Bolívar #41 bajo el nombre “Repertorio Wagner, Centro musical de México”. Por aquel tiempo, no habían llegado a este país artefactos que permitieran la reproducción de música como el fonógrafo y las posibilidades de escuchar música en vivo estaban disponibles únicamente para las clases altas de la época. Los organillos representaron una revolución musical en México cuando la familia Wagner decidió comenzar a rentar los instrumentos para que fueran tocados primeramente en circos y eventos sociales, posteriormente se convirtieron en una fuente de ingreso, pues se comenzaron a rentar para tocarse en plazas públicas pidiendo una cooperación voluntaria. Con este acto, las “otras” clases, comenzaron a apropiarse de los espacios públicos para escuchar la dulce música que emitía el instrumento. Parte del espectáculo heredado de Europa era tener de compañero a un mono araña que recolectara las monedas de los espectadores, de ahí el término “mono cilíndrelo” haciendo referencia al cilindro dentro del organillo. Así, tocar el organillo en las calles se convirtió en un oficio: Organillero. También conocidos como “los dorados de Villa”, pues cuenta la leyenda, que el distintivo uniforme caqui que portan se debe a que, en tiempos de la Revolución Mexicana, el General Francisco Villa tenía entre sus filas a un valiente organillero que tocaba con fervor las melodías en el campo de batalla. A su muerte, los Organilleros decidieron envestir este uniforme en honor a su compañero caído. A su llegada, los organillos contenían en sus cilindros principalmente vals, después de la revolución se fabricaron nuevos cilindros con corridos como Adelita, La Cucaracha y canciones recipientes del argot mexicano como Las Mañanitas y Carta a Eufemia.
La primera vez que tengo conciencia de haber escuchado uno fue mientras me encontraba en la Torre Latinoamericana. En mi infancia, a mi familia y a mí nos gustaba frecuentar el Centro Histórico, Chapultepec y sus alrededores. Ese particular día, mis padres decidieron llevarnos a conocer el que era, hasta ese momento, el edificio más alto de Latinoamérica. Además de inaugurarse mi miedo a las alturas, también comenzó la fascinación por las melodías musicales que ambientan los momentos ordinarios de los paseos citadinos. Cuando estaba ahí, en lo más alto de Latinoamerica (hecho que me parecía verdaderamente importante), miraba hacía la calle e imaginaba las historias de las personas que caminaban bajo mis pies, entonces lo escuche: una melodía dulce, encantadora. Posteriormente averigüé se trataba de la versión en organillo de la canción Cien años, compuesta por Ruben Fuentes Gasson y Alberto Raul Cervantes Gonzalez, popularizada por Pedro infante en la época del cine de oro mexicano. Para la niña pequeña que era yo, creciendo en los 90´s con su walkman resultaba fascinante la idea de que el sonido se desprendiera de una caja de madera manipulada por un señor.
Este oficio mantiene viva no sólo la tradición de musicalizar las calles del Centro Histórico y otros rincones del país, sino que nos transporta a momentos de la nostalgia con su repertorio de canciones. Es verdad que las opciones son limitadas, esto se debe a que ya no se fabrican cilindros que contengan nuevas melodías y por más que quisiera usted escuchar Stairway To Heaven mientras camina por el centro no pasará. Aun así, le invito a mirar con cariño estos instrumentos y lo que representan, si se acerca un poco, en algunos organillos podrá leer “Harmoni=Pan” que corresponde al nombre del fabricante alemán, por lo que tal vez ese instrumento en particular, tenga más de 100 años de antigüedad. Algunos Organilleros traen consigo también el peluche de un monito haciendo alusión a los tiempos de los monos araña. También es importante recordar, que estas personas no reciben un sueldo, ni cuentan con herramientas de seguridad social y su ingreso depende de las cooperaciones voluntarias de los transeúntes, es por eso que los vemos navegar por las calles, cargando el pesado instrumento buscando aquella esquina que resulte fructífera. En algunos casos, tienen que cubrir también la renta del instrumento, por lo que le invito a darles una cooperación valiosa cada que los vea armonizando el ambiente.
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