The trash can of ideology #17, una columna de Ángel de León
Es una desgracia para nuestra nación que las páginas de Instrucciones para vivir en México no hayan perdido vigencia; pero lo que, para nuestra política, nuestra educación y nuestra historia resulta tan lamentable, es una bendición literaria.
Instrucciones para vivir en México, que canta las miserias del pueblo mexicano, es, sin embargo, un antídoto contra la amargura y la depresión que normalmente provoca pensar en estas cosas. Este libro, que, si yo fuera maestro en cualquier nivel educativo y en cualquier materia, leería con mis estudiantes en la primera semana de clases, podría llevar como epígrafe la sabia frase con la que mi abuelo me hacía enojar: No te tomes la vida tan en serio porque al final se va a reír de ti. Y es que los mexicanos, “pobres pero solemnes”, como nos describe Ibargüengoitia, a pesar de nuestra fama de cínicos y alegres, nos tomamos todo, especial a nosotros mismos, con excesiva seriedad:
¿Será triste nuestra historia? Es una pregunta idiota, porque lo triste o lo alegre de una historia no depende de los hechos ocurridos, sino de la actitud que tenga el que los está registrando. Para Sancho Panza, su propia historia es un éxito: “en cueros nací, en cueros estoy, ni gano ni pierdo.”
Pero si en cambio alguien piensa que nació entre sábanas bordadas, es hijo secreto del rey de Nápoles y está convencido de que si tuviera dinero para hacer el viaje podría reclamar en propiedad varias islas del mar Egeo, lo más seguro es que pase por la vida sintiéndose desvalijado.
Las situaciones y los problemas descritos en este libro-la burocracia kafkiana de la Universidad, el cinismo de nuestros gobernantes, la ineptitud de la mayoría de nuestros profesores, etc.-, son de lo mismo que se queja cualquier mexicano en el siglo XXI; lo que es excepcional es la actitud de Jorge, el espíritu con el que describe las miserias y estupideces de su pueblo, razón por la cual su obra es capaz de trascenderlas, de manera que, aunque alguna vez las superemos (lo que es, por otro lado, muy poco probable), el libro no perderá su interés, porque a todos nos viene bien un amigo tan divertido y tan fresco como Jorge Ibargüengoitia, que no inventa las situaciones que describe en sus artículos, pero configura una forma de verlas que nos hace mucha falta en tiempos tan pobres en pensamiento crítico, que insisten en ver las cosas como si fueran una película de vaqueros o, peor aún, como si fueran la revolución mexicana contada por los libros de la Secretaría de Educación Pública, con sus buenos, sus malos y, naturalmente, sus olvidados.
“La forma más elevada de la crítica, y también la más rastrera, es una modalidad de la autobiografía”, dice Oscar Wilde en el prefacio a El retrato de Dorian Gray. Ibargüengoitia se crea así mismo en sus artículos, y aunque es un hombre que, en entrevistas y otros escritos se describe así mismo como amargado, refleja una peculiar alegría de vivir entre sus páginas: la del que se atreve a ser uno mismo, a decir lo que piensa y defender sus ideas sin preocuparse por la aceptación de los demás. Este heroísmo se echa de menos en la era de la corrección política, donde importa mucho más parecer buena persona para no ser cancelado que practicar la virtud sin esperar aplausos por ello, lo que resulta muy conveniente, porque la apariencia del bien, como dice Hamlet, es algo que fácilmente se puede fingir, basta con seguir una serie de reglas que con toda comodidad se pueden consultar en Facebook: qué decir, qué no decir, cómo reaccionar, cómo vestir. En cambio, tomar una postura en medio de un conflicto ético, tomar partido en medio de circunstancias imposibles como las que vivimos, permanecer fiel a lo que uno piensa sin cerrarse a la complejidad del mundo y sin ceder a la presión mediática (ésa que antes sólo afectaba a las “estrellas” y hoy, en nuestros delirios narcisistas, nos afecta a todos, como si al mundo le importaran mucho nuestros tweets)… para eso no hay manual que valga.
Ibargüengoitia se burla con un humor corrosivo de la estupidez de sus paisanos, sin olvidar ni por un momento que él es uno de nosotros, y el principio del arte cómico, como sabe cualquiera con experiencia escénica, es la capacidad de burlarse de uno mismo. Algo que difícilmente habría hecho, por ejemplo, Octavio Paz, cuyas reflexiones en torno al ser del mexicano en El laberinto de la soledad, son el opuesto exacto de la obra de Ibargüengoitia: Paz les brinda a nuestras desgracias y nuestros defectos una grandeza poética, metafísica y sociológica, las dota de solemnidad heroica, como ocurre por lo general con los intentos canónicos por describir nuestro ser, como el de Alfonso Reyes, que en su intento por crear un drama nacional, recurrió a un referente tan popular y conocido como la Ifigenia entre los tauros de Eurípides. Yo, que siento, como ellos, una gran inclinación por los delirios metafísicos, disfruto mucho de estas obras, pero es indudable que esta forma de abordar lo nacional por parte de nuestros grandes autores, tenga algo de la culpa de que todo lo académico le cause tanto rechazo a la mayoría de los mexicanos, situación admirablemente descrita por Ibargüengoitia en sus artículos sobre nuestro sistema educativo, que no sólo es aburrido, sino perjudicial, pues “deforma la mente de los educandos con su sola presencia”, como las memorables-por espantosas-clases de literatura descritas por Jorge que todos los mexicanos podemos recordar, donde se enseñaba el Quijote de tal manera que a nadie le quedaban ganas de leerlo.
Jaime Sabines dividió a los poetas en dos categorías: los que se tropiezan con una piedra y escriben “lucero, lucero, luz Eros, la garganta de la Luz para colores cóleros”, y lo que se tropiezan con la piedra y escriben “pinche piedra”. Ibargüengoitia pertenece a esta segunda categoría: no practica la incorrección política-como muchos de nuestros líderes de opinión”-, por un deseo vanidoso de escandalizar, sino porque tiene algo que decir y lo dice, por lo que su libro, que no hace prescripciones éticas, es en sí mismo un ejemplo de ética, fruto de la práctica de la libertad de su creador, sin la cual no se puede hacer ningún esfuerzo revolucionario.
Con toda su sorna, Ibargüengoitia no desprecia lo mexicano, no sucumbe ni al cinismo ni a la banalización: a través de sus chistes revela la honda preocupación que le producen las cosas que describe, pero su espíritu cómico se resiste a convertir esa preocupación en drama, a romantizarla, como nos gusta decir a los millenials. Yo tengo la convicción de que la vida es horrible, pero también estoy convencido de que las personas tenemos un peculiar talento para hacerla mucho peor de lo que realmente es; por otro lado, cuando no le ponemos mucha crema a nuestros tacos, es, normalmente, para cultivar una ceguera cínica frente a los problemas que nos aquejan. La obra de Ibargüengoitia se resiste a ambas tentaciones, a ambas formas de la evasión, y acaso eso sólo se pueda lograr mediante el humor.
A través de sus burlas, Ibargüengoitia descubre lo fascinante de nuestra historia: no es ella en sí misma aburrida, lo mismo que no es aburrido el Quijote, lo aburrido es la forma en que nos enseñan esos temas. Una vez metidos en el ajo de la historia, encontramos muchas razones para deprimirnos, pero hay un cierto goce en tratar de la realidad libre de espejismos románticos, y Jorge disfruta enormemente demoler los mitos de la historia nacional, asomarse a las contradicciones de nuestras luchas de independencia y descubrir que las cosas son más complejas e interesantes de lo que nos han hecho creer. Tal vez nuestra historia sea un poco grotesca, pero cuando menos, ni es aburrida ni tan inescapable y monolítica como se nos enseña.
“Si la historia de México que se enseña es aburrida no es por culpa de los acontecimientos, que son variados y muy interesantes, sino porque a los que los confeccionan no les interesaba tanto presentar el pasado, como justificar el presente”. La sabiduría implícita en estas palabras, es que no sólo la historia, sino nuestra vida y nuestra identidad, pueden ser más interesantes si dejamos de concentrar nuestra energía en justificarnos para encarar la multiplicidad y complejidad de las cosas. Así, al encontrar el goce en el humor y el aprendizaje, donde se suspenden, momentáneamente, el furor normativo y las ganas de tener razón, Ibargüengoitia practica una suerte de esteticismo ético, donde la vida y la historia adquieren sentido en el disfrute y la crítica, que nos conduce a la creatividad que nos permite narrarnos de formas distintas, que rompan con los moldes que nos han impuesto. Se trata de un esteticismo que, como no está romantizado, no cae en el riesgo de conducir a quien lo practica al solipsismo y el desinterés, donde incluso las más grandes tragedias se reducen a la banalidad de los memes, pero es que arrancarse los cabellos y entregarse a la melancolía tampoco sirve de nada, sino acaso para empeorar la situación: las canciones de José Alfredo y el heroísmo de los niños héroes no son la única manera de habitar en el mundo, ni la solemnidad y la tragedia son las máximas virtudes cívicas que nos han hecho creer.
Instrucciones para vivir en México es una cura para la estupidez, el aburrimiento y la solemnidad. Abarca desde la vida política de un país en el que “no existe, realmente, algo que se pueda llamar oposición” (yo daría mi título universitario porque Jorge regresara de la tumba para dedicarle un artículo a las ridículas respuestas del mexicano frente a la pandemia), hasta la estupidez de los que se levantan temprano, amenazando un mundo de molicie del que, dice Jorge, “yo no estoy dispuesto a salir”. Ibargüengoitia no es ni quiere ser modelo de virtud: he ahí su grandeza ética.
Un universitario puede sentir que Paz le da voz a lo que él mismo ha pensado y no ha sabido poner en palabras, pero quienes no poseen vocación intelectual (que es una vocación muy específica, y que es importante que haya quien la tenga, pero ni a todo mundo le tiene que gustar ni todas las personas inteligentes son forzosamente intelectuales), difícilmente se sentirán aludidos por sus páginas. Ibargüengoitia habla con la voz del mexicano medio, del que aguanta con una torta de tamal en la panza una monótona jornada de trabajo o escuela; no se limita, sin embargo, a recoger el saber popular, sino que, desde el interior de la mexicanidad cotidiana, y nunca romantizada, en la que se mueve (un poco a su pesar), como pez en el agua, Ibargüengoitia descubre su propia voz, con la que ejerce no la intelectualidad, sino la inteligencia.
Si un extranjero me pidiera que le recomendara un libro para conocer el carácter del mexicano, no le recomendaría El laberinto de la soledad ni Ifigenia cruel ni El perfil del hombre y la cultura en México, libros maravillosos pero difícilmente representativos del sentir común del mexicano (si tal cosa existe): lo mandaría directamente con Ibargüengoitia, y no me sorprendería que entre sus páginas encontrara a su propio país, pues los seres humanos nos caracterizamos no solo por ser racionales, sino, sobre todo, por ser un poco imbéciles, bastante ridículos y-si bien para esto se necesita un poco de esfuerzo-, la capacidad, liberadora y crítica, de reírnos de nosotros mismos.
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