Ojos abiertos #10, una columna de María del Rosario Acevedo Carrasco
El Centro Histórico de la Ciudad de México es uno de sus sitios más emblemáticos, caminar por sus calles es como hacer un recorrido por el limbo atemporal donde el pasado y el presente se encuentran, donde los museos se detienen donde empiezan los bares y pareciera haber un lugar para cada persona. Con esta imagen idílica en mente, es difícil imaginar que a solo ocho calles de este mágico lugar se encuentra una de las zonas más infames de la ciudad y que, por su historia, se ganó el nombre del barrio bravo: Tepito.
Más allá de ser un barrio, Tepito es un símbolo, un lugar temido, precedido por su mala fama y que, sin embargo, sigue siendo el epicentro del comercio informal en la ciudad. Pero más allá del mercado, la delincuencia y los prejuicios, en el número 12 de la calle Alfarería está el corazón del barrio bravo: El altar a la Santa Muerte.
Enriqueta Romero, conocida como Doña Queta, decidió en el 2002 abrir su altar para todo público, convirtiéndolo en un punto crucial para el culto a esta figura y convirtiéndose ella en una figura emblemática del barrio, una de las 7 cabronas de Tepito. Si bien este no es el único altar, sí es uno de los principales y hasta la fecha, recibe a miles de personas que acuden a profesar su fe.
Pero ¿Quién es la Santa Muerte? ¿De dónde viene? ¿Por qué es tan adorada en un barrio cuya fama parece surgir de todo lo negativo que se le adjudica?
El origen del culto a la Santa Muerte no está bien esclarecido, pero se tienen varias teorías al respecto. Una de ellas es que viene de la creencia prehispánica en Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, los señores del Mictlán, que adaptaron la forma que hoy conocemos como la muerte, siendo esta un esqueleto con una túnica y una guadaña, a partir de las imágenes traídas de Europa con influencia grecorromana.
A lo largo de la historia hubo varios indicios de veneración a figuras con características esqueléticas, tales como San Pascual Bailón en Chiapas o Justo Juez en Querétaro, pero estas fueron condenadas por la iglesia y catalogadas como herejía. A pesar de esta negación rotunda a venerar a la muerte, a mediados del siglo pasado comenzó a popularizarse el culto a la Santa Muerte como la conocemos hoy, y aunque no se sabe con exactitud dónde o cómo fue que comenzó, tardó poco en empezar a expandirse hasta llegar a todo el país.
Daniel Arizmendi “El mochaorejas”, no solo pasó a la historia como un secuestrador conocido por cortar las orejas de sus víctimas para exigir dinero a las familias, sino también como el responsable de la primera aparición mediática de la Santa Muerte en 1998, pues durante su captura se encontró un altar a esta figura y se desencadenó una serie de prejuicios que persisten hasta la actualidad.
Ante la religión y la moral, la Santa Muerte es una figura pagana, adorada por criminales y usada con fines ilícitos, amorales. Ante sus creyentes, es un ser justo que no juzga ni castiga, ve a todos por igual y es muy poderosa, tanto que si le pides algo te lo concede, siempre con la condición de cumplir con aquello que se le prometió o atenerse a las consecuencias de no hacerlo.
Una de las diferencias fundamentales de esta creencia es que no hay líderes espirituales, no hay dogmas, sermones ni días de guardar, cada persona profesa su fe como lo decide y acude a la Santa a su manera. La Santa, La Niña Blanca, La Flaca, no hay que tratarla con veneración, se le puede hablar en confianza porque ella es la intercesora ante Dios y no hace milagros, hace favores.
Hay una variedad inmensa de figuras de la Santa Muerte y una aún más grande de altares, los elementos más comunes van desde manzanas cubiertas de miel, agua y flores hasta cigarros, tequila y cerveza. Los creyentes, al contrario de lo que se piensa, no son solo las personas del barrio, pues esta creencia no es exclusiva de ninguna clase social y trasciende su origen hasta las esferas más altas del poder.
Curiosamente, muchos de los creyentes en la Santa Muerte son también católicos o lo fueron en algún momento, lo que nos lleva a pensar que quizás el origen y la popularidad de este ser van más allá de su poder y se sitúan en una espiritualidad insatisfecha, incapaz de brindar consuelo a los rechazados, marginados y estigmatizados que encontraron refugio en el único ser que los ve como iguales a cualquier otra persona sin juzgarlos.
Pareciera que el culto empieza y termina en el estigma, en los juicios de quienes observamos un mundo que sentimos ajeno al nuestro, pero que en realidad es el mismo visto desde otro ángulo. Al final, y citando a Doña Queta, “Cuando Dios nos llame, la Santa va a venir por nosotros, de eso nadie se salva”.
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