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Poesía y Humanidades

Doble ¿encierro? | Deconstruyendo la otredad #24

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Deconstruyendo la otredad #24, una columna de Beli Delgado


“El espacio de la resonancia es el cuerpo”.
Roland Barthes

Hablar del espacio es complicado y vasto, se deben recordar siempre sus acotaciones, representaciones, especificidades, proyecciones y configuraciones; las siete letras que lo enuncian y  ayudan a dar cuenta de él como noción general, son insuficientes para ajustar y hablar de vacíos, continuos, contenedores, entre otras nociones que, si bien no son el espacio, dan cuenta de él, de sus jerarquías y clasificaciones. A veces, lo concebimos por medio de la manera de (re)conocerlo, aprehenderlo o registrarlo a través de los sentidos humanos y del pensamiento abstracto, pero esto también depende del tipo y acercamiento puntual por el cual nos interesa estudiarlo. 

La pandemia del coronavirus (SRAS-CoV-2) nos dio pauta para comprender cómo se aborda la espacialidad contemporáneamente, sin precisar gran esfuerzo. Considero que las personas encarnamos dos tipos de acercamiento al espacio, lo mismo pasa con el desenvolvimiento que generan. Por un lado, tenemos la corporalidad como espacio y margen de límites, por otro lado, la vivencia en el ciberespacio; ambas nociones suponen encuadres específicos.

En el siglo XXI se nos presenta un panorama: el espacio vertebrado por la tecnología y todo lo que la abraza. No obstante, paralelamente hallamos una iluminación —más intensa que en tiempos pasados, en lo que respecta— a la idea del cuerpo. Como espacios físicos tenemos innumerables: desde el hogar y el cuerpo, hasta el politizado como lo es el estado—nación. El inmaterial como es el espiritual; el literario, con precisión, debido a que la Rusia de Dostoyevsky es distante de la Rusia  histórica del siglo XIX. Y hoy residimos en un espacio cibernauta.

Actualmente habitamos el ciberespacio y el coronavirus ha fortalecido este hecho—aunque para zonas marginadas existieran más desafíos, el sistema urgió y creció la necesidad de formar parte del cibermundo, sin importar las dificultades económicas, geográficas o ideológicas de la población—. Los medios tecnológicos orquestan una gran parte de cómo construimos nuestra realidad social (Wolf 118) y ahora más que evidente, es corrosivo.

Las estructuras, programas, memorias, códigos, jerarquías y organizaciones de datos, dan apertura a las simulaciones (Levy 29), al desarrollo de nuevas tecnologías: robots y redes de interacción, al nacimiento de comunidades virtuales, a la creación de perfiles, de identidades falsas, de juegos de rol. Las conversaciones cuentan con variados estilos de precisión —emojis, gifs—, canales —llamadas, videollamadas—, y matices que abonan al acercamiento natural de la realidad —noción de ubicación, fotografías, notas de voz—. O más bien de la forma en que solemos vivirla: una persona frente a otra, con todo lo que ello implica a nivel sensorial—espacial.

Con el auge de la virtualidad, nace la sociedad red (Martínez Ojeda 52) —y la pandemia la intensifica y moldea puntualmente— en el ciberespacio entendido como espacio de flujos (54) donde se atraviesan las antiguas nociones de espacio, tiempo y corporeidad. En primera mano, la información y la comunicación organizan y dinamizan la sociedad en distintos grados y rangos. La idea de sensorialidad se desborda, puedes conectar con alguien del otro lado del mundo por medio de la lengua franca contemporánea: el inglés. El tiempo, por otro lado, es inexistente y a la vez eterno —eres capaz de congelarlo—, contestas aquí, allá. Las ventanas en la computadora funcionan como un caleidoscopio espacio—temporal que alcanza casi cualquier lugar en todo momento. Viéndolo como evolución, es como si tuviéramos varios ojos y múltiples dedos para teclear, infinidad de realidades en las que proyectarnos.

En el monitor organizado en varias pestañas y documentos, se encuentra: el entretenimiento, las cuestiones académicas o laborales y varias conversaciones abiertas; entre otras cosas particulares de interés, uno se mueve entre ellas de forma exageradamente sencilla. Puedes tener contacto con el mundo exterior y a la vez, existir únicamente en la red —como es el caso particular de los hikkikomori (Delgado 2020)—.

Algunas personas se vuelven dependientes—claro que esta dependencia suele ser una obligación, siendo que al pertenecer a este sistema en esta sociedad, eres casi inexistente si no formas parte del mundo virtual— de la conexión a la red, que se convierte en un espacio que, lejos de ser alterno, se esfuerza por sobrepasar a la realidad física. Entonces ¿cuál es el espacio esencial? ¿De verdad podemos decir que uno de estos espacios es más útil que el otro? ¿Existe la subordinación?

El hecho de nuestra existencia en el ciberespacio supone repensar el espacio que potencialmente es de: trayecto, escape, confinamiento, refugio, introspección, delineamiento… Desde mi perspectiva, cada vez se aleja más de suponer ingenua y únicamente un encierro. Por ejemplo, en esta pandemia las aplicaciones de redes sociales —por medio de las que se puede conocer gente nueva y mantener constante comunicación con gente ya conocida— nos brindaron apoyo para hablar con amigos, familiares, compañeros e incluso, para el home office. En otras palabras, transgredió los ámbitos informales, alcanzó los formales, naturalizó su funcionamiento e incluso se forjó como necesario.

Sin embargo, estimo que se puede considerar aún un espacio difuso, pero no uno de confinamiento o de escape, o al menos no por completo. Últimamente hemos, de cierta forma, sobrevivido gracias a él, no ha actuado —al menos no únicamente— como refugio o escape de la vida “real”; con cada avance tecnológico, vale la pena reflexionar en qué espacio vivimos mayormente, para resaltar cuál es más real bajo nuestros parámetros personales de contexto. 

En medio de la pandemia, recibí una llamada. No hubo un hola, fue un: ¿Y esto es real, podemos decir que nos estamos conociendo? Con el cabello enmarañado respondí al instante: Sí. Antes de la pregunta, sinceramente, ni siquiera me lo había planteado. Medité, yo sabía que nunca tuve necesidad de mentirle para nada, pero también es cierto que, no podía ver la proyección de mi ansiedad, aquella con la que sorbía el café más fuerte, cuando pensaba algunos temas que me suponían mayor esfuerzo. No le mentía, pero era cierto que conocernos —cuando yo podía reescribir en un par de segundos una oración, era algo que no podría hacer en persona— en el ciberespacio era diferente de habernos conocido viendo nuestros cuerpos y sus balanceos al caminar y hablar.

Era yo, sigo siendo yo. Sin embargo, mi yo cibernauta puede marcar sutilmente el mensaje como no leído y puede reescribir, siempre. No es negativo, quizá simplemente es la nueva forma de existir en el ciberespacio que, en esta temporada se vislumbra regente.

El arraigo y la pertenencia que suponen los espacios se dispersa, el cibernauta tiene la capacidad de reorientar los centros y las periferias, las formas de conocernos, todo supone nuevas maneras de enfrentarse al mundo, de ordenarlo y de concebirlo. Esta dispersión y ruptura de paradigmas y jerarquías es algo favorable de la red.

No obstante, desde la arista que lo veamos, el ciberespacio nos encierra dentro de un aparato tecnológico, y a la vez nos libera al mundo. En cierto sentido, nos desarraiga mientras nos da la oportunidad de expandirnos hasta lugares antes inalcanzables. Por otro lado, nuestro cuerpo como límite, recipiente o conexión al mundo, desde una perspectiva nos encierra y desde otra, nos brinda la posibilidad de sentir y percibir todo, a través de él podemos expandirnos a otros contenedores, también supone alcanzar por medio de la carne.

El cuerpo también funciona como una red. Me gustaría hablar de la expansión de las madres, del fuerte shock que es sentir dentro una masa de carne que, como parásito se alimenta de ti a nivel biológico y emocional. A final de cuentas, cuando se da a luz, ¿cómo sería posible no sentir el arraigo? A las madres les pertenecemos —desde ese punto de vista— y el desafío de dejar ir algo que sienten suyo, supone mucha inestabilidad y desorden. Liberar supone un fin que si bien es inevitable, desde esa experiencia de pertenencia es caótico y difícil de comprender: imposible.

En este periodo pandémico, mi madre sufrió la mayor depresión que le hemos vivido. Trató de reclamar nuestros cuerpos —lo que supone, compañía directa—, intentó forzar el rumbo de nuestras vidas. Me parece que una de las cosas más difíciles que voy a hacer es enfrentar a mi madre y defender mi cuerpo, dirigiendo su autonomía. Porque aunque mis huesos se hallan comido su fuerza, pese a que mis entrañas provengan de ella y las sienta como raíces en forma de cadena, son, antes que todo y más que nada, solamente la unión de mi contención.

Algunas veces, mi cuerpo se sintió más como la expansión del cuerpo de mi mamá que mío. Una masa que me encerraba, acorazaba y me daba alivio, protección. En la pandemia, en vez de encierro, me di cuenta de que mi cuerpo como margen me daba la oportunidad de aislarme y de concentrarme en mi espacio introspectivo y contenedor.

            Mi cuerpo me contiene.
            Mi cuerpo me da la oportunidad de reordenarme como espacio.

Aquí, en este universo del que no conocemos límites —en esta cocina como narra Yoshimoto y en esta habitación como menciona Wolf— existo; coexisto conmigo y con mi familia en todos los niveles. Mi cuerpo ocupa un lugar en este pequeño mundo al que todavía le preguntamos muchas cosas. Me apropio de este espacio concedido, ínfimo pero concreto. Sin importar cuánto temor, dolor, ansiedad, tristeza y necesidad de o por alguien sienta—sientan, sintamos—, estoy aquí, mi cuerpo es un espacio, mi territorio, el punto que orquesta el itinerario.

De alguna extraña manera, y de forma un poco negativa, podría considerar que sufrimos un encierro doble. Somos dos veces contenidos: en el ciberespacio y en el corporeidad heredada y construida desde nuestro nacimiento. Pero, ello inaugura la noción de márgenes que nos permiten retroceder, virar e ingresar a la introspección—en la corporeidad— y al reordenamiento—en el ciberespacio—.

Un límite te aleja de lo indeseable, una muralla encierra a la vez que protege. El poder está en quién maneja el muro, éste puede actuar como un margen que engendra un espacio. Repensar la espacialidad debería ser considerado más seriamente. Nos la pasamos peleando por un espacio o un derivado de él, toda nuestra vida —una nación, una habitación, donde sentarnos, etc.—. En cada época de la historia, ejes vertebrales de la humanidad, como es el espacio, son nuevamente concebidos y reordenados.

Luchamos por los espacios de todas las maneras posibles, sin notar que, cuanto menos, tenemos un par muy propio, en los que tornarnos a permanecer en paz: nuestro cuerpo y nuestro dispositivo tecnológico —claro está, en ambos casos, solo cuando lo decidimos. La verdad es que aún siento extraño el hecho de aceptar y conceptuar una especie de residencia cibernética con todo lo humano que ello supone—.                                                        

En un espacio residen múltiples formas de contención y movimiento. Actualmente, éste —cibernético y corporal— da mucho margen de exploración novedosa, si recordamos la forma de abordarlo y conocerlo en los tiempos anteriores, abre un nivel diferente de organización y noción. Contemporáneamente, nuestro cuerpo y el ciberespacio se dibujan como una América buscada que oscila entre formas de conocimiento y su prematuro—me refiero las circunstancias del covid— desenvolvimiento.

Esta pandemia limó las formas de vivirlos dando pie a construirlos, en algunos casos, de una manera más amable. Lo meritorio es en sí, distinguirlos y manifestarlos como propios y reales, además de reconocer que funcionan bidireccionalmente hacia afuera y hacia adentro, también como encierro y libertad.


Bibliografía

  • Delgado González Yosbeli.Generación pérdida: “La gente triste no tiene piedad” Hikikomori. Tríada Primate. Columna. Perú: revista en línea. En línea.
  • Lévy Pierre. Cibercultura. La cultura de la sociedad digital. Prólogo de Manuel Medína. – Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial: México: Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa, 2007. Impreso.
  • Martínez Ojeda Betty. Cibercultura: La cultura de la sociedad digital. Pierre Lévy: prólogo de Manuel Medína. – Rubí (Barcelona): Anthropos Editorial: México: Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa, 2007. Impreso.
  • Wolf Mauro. Los efectos sociales de los media. Ediciones Paidós: España, 1994. Impreso.