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Frente al arte de agresores | The trash can of ideology #09

The trash can of ideology #09, una columna de Ángel de León


Una de mis películas favoritas, Dreamers fue dirigida por Bernardo Bertolucci, el infame director de Last tango in Paris, donde Marlon Brando, en contubernio con el director, penetró con una barra de mantequilla a la actriz Maria Schneider sin su consentimiento para una escena de la película: ella no sabía que eso iba a suceder. No tengo ganas de ver Last tango in Paris, pero Dreamers es una película a la que vuelvo a menudo: me puse a investigar sobre la película y, en entrevistas a la actriz, esta declaraba que no ocurrió ningún incidente durante la filmación, así como estar al tanto de la fama de Bertolucci y haber sido siempre muy clara en sus límites. La veo, pues, sin problemas, aunque prefiero no ver la película de la mantequilla, y es posible que muera sin haberla visto nunca.

Pero no puedo renunciar a la experiencia estética de Dreamers, no puedo negar su significación en mi vida: la memoria, como nos enseña Freud, se resiste a nuestras intenciones de editarla; podemos reprimir, negar y racionalizar, pero nunca olvidar, y aquello que pretendemos desterrar de la conciencia es muchas veces un acto de automutilación.

Mientras trabajaba una escena de Despertar de primavera, donde participé como actor, me vinieron a la cabeza unos versos donde el poeta se deleita ante sus propias piernas, esos órganos andróginos que evocan piernas de mujer. Leí ese poema antes de saber que Neruda violó a una mujer, es parte de mis experiencias y, en un momento de mi trabajo actoral, apareció…  inevitablemente lo asocio a un parlamento de mi personaje, y es una herramienta que me ayudó a llenarlo de sentido y a la que no estoy dispuesto a renunciar.

Una amiga me dijo una vez que para hacer una obra de arte debes ser una buena persona. Nada más falso en la vida: parafraseando a Hamlet, un hombre puede ser un gran artista y seguir siendo un canalla. Si no podemos quitarnos de la cabeza que un violador es un gran director, o un gran actor (como Kevin Spacey), entonces tal vez nos sintamos tentados a protegerlo… a pronunciar discursos idiotas sobre la pérdida que significaría para la cultura si él va a la cárcel (lo que implica, básicamente, que se está dispuesto a sacrificar unas cuentas víctimas a su apetito sexual con tal de que haga más películas). A César lo que es del César: podrá ser un gran artista, pero a los ojos de la ley (y de la ética), un violador es un violador, y no debería conocer atenuantes.

Es en este sentido que deberíamos efectuar una brutal separación entre la persona y el artista. Esta separación, desde luego, es artificial, y tiene únicamente un propósito práctico: que las consideraciones de orden estética no nublen nuestra capacidad de juicio ético-jurídico, pero también que la necesidad de la ley moral no nos lleven a la negación de acontecimientos estéticos o intelectuales, que una vez que aparecen, lo mismo que el descubrimiento de una ley física, transforman el mundo, por lo que pretender negarlos no puede llevar sino al autoengaño, a lo que Sigmund Freud denominó como represión: intentamos desalojar algo de la conciencia, pero sigue ahí… no podemos negar lo acontecido, solo resignificarlo. Sería ocioso cancelar los descubrimientos de Newton porque se descubriera por su parte algún crimen sexual, la gravedad no por eso dejaría de existir; del mismo modo, sería ocioso cancelar a Foucault o Althusser, pues ya no podemos despensar lo que ellos pensaron, y sus ideas siguen alimentando el pensamiento contemporáneo.

Esta separación entre el hombre y el artista o pensador es, como he dicho artificial; en última instancia, nos devuelve la imagen de la complejidad humana: un hombre puede sonreír y seguir siendo un canalla, dice Hamlet, algo difícil de aceptar en tiempos de corrección política, donde damos tanta importancia a los gestos exteriores. Tal vez para mí no signifique mucho borrar a Pablo Neruda, estoy en todo mi derecho de dejar de leerlo: al margen de ese poema de las piernas, no ha sido un poeta muy importante en mi vida de lector, y puedo prescindir alegremente de leer su obra completa (traté de leer alguna vez Canto general y me pareció una de las cosas más soporíferas del mundo), pero hay poetas que descubrieron su vocación leyéndolo. Las influencias no se pueden borrar; le debo muchas cosas a mi padre, y eso no cambiaría, aunque descubriera algo horrible de él. Lo cual, desde luego, no implica que las cosas seguirían exactamente igual en el supuesto de que descubriera, por ejemplo, que es un asesino o un violador: tendría que resignificar muchas cosas, tendría que llevar a cabo un proceso psíquico muy complejo… de cierto modo, tendría que separar ambos aspectos para luego volver a integrarlos, aprender a vivir en la contradicción, a aceptar las paradojas. La incapacidad de soportar estas, dice Freud, es el origen de la neurosis.

No creo que la pregunta sobre qué hacer con el arte de los agresores conozca una única respuesta. No creo que se trate de una posición dicotómica: o cancelarlos o hacer como si nada. Ambas cosas son, en rigor, imposibles, ni lo reprimido no desaparece, ni se puede despensar lo pensado. En todo caso, creo que lo que podemos afirmar es que, al margen de la decisión personal que se tome en cada caso (yo no voy a dejar de ver Dreamers), en el ámbito universitario es necesaria adoptar una resolución política, basada en la ética académica, y ésta nos señala la imposibilidad de ignorar los nuevos descubrimientos. El tiempo pone las cosas en su lugar: un autor muy valorado en su momento puede revelarse, después, como una luminaria de su época, que no resiste los embates del tiempo. Pienso en el caso de Edgar Chías, dramaturgo mexicano destituido de su cargo de profesor en la Facultad de Filosofía y Letras por “violencia de género” (el movimiento MeeToo en la comunidad teatral mexicana lo señaló, reiteradamente, como “depredador sexual”, situación que fue durante años de conocimiento popular sin que nadie hiciera nada al respecto). En su momento su obra El cielo en la piel, pudo parecer fascinante… lamentablemente para la obra, ahora sabemos cosas sobre Chías, y es imposible leer la obra sin tener esas cosas en mente… un académico responsable no podría omitirlas; es como si un nuevo dato relevante sobre Sófocles se hubiera revelado, o como si supiéramos, de una vez por todas, que Séneca el filósofo y Séneca el dramaturgo, como se ha sugerido, son dos personas distintas. Si al margen de esto la obra conserva valores estéticos, el tiempo lo dirá, pero sería un acto de tremenda mala fe declarar que el caso Chías es una mera anécdota, indiferente para su obra; la obra toca problemáticas de violencia de género, y frente a la pregunta cargada de asombro por cómo pudo el artista expresar de forma tan convincente y vívida esa realidad ajena a él, la realidad de su biografía nos muestra que la respuesta no tiene nada de misteriosa: él recurre a ese tipo de prácticas. Si en doscientos años se menciona su nombre en clase de historia del teatro mexicano contemporáneo, tendrá que hablarse no sólo de la obra en su completud ontológica, sino del caso Chías, que es un suceso que ha tenido peso y relevancia en el panorama teatral mexicano, que ha puesto en cuestión a las instituciones, que ha suscitado debates. Y no puede dejarse de tomar en cuenta en la lectura de la obra, así como no podemos ignorar que Shakespeare escribió en la época isabelina, o la presencia de la homosexualidad de Lorca en su poesía y en su teatro.

¿Hemos de desechar el legado de Ludwik Margules, el célebre director mexicano al que apodaban “el destructor de actores”? ¿Desecharemos las películas de Hitchcock por su violencia contra el elenco? La actitud moral no nos ayuda de primera instancia, aunque al final tengamos que llegar a un acuerdo, a sabiendas de que éste es una solución de compromiso, porque los problemas éticos, en el fondo, no tienen solución: debemos reconocer la incómoda verdad de que el arte se puede conseguir por vías espantosas. Sabemos, por ejemplo, que obras maestras de la arquitectura antigua hubieran sido imposibles sin la esclavitud. Lo que no podemos hacer es utilizar esto como justificación para perpetuar métodos que, en la actualidad, se nos ha revelado como inmorales: puedo entender que se preserven las pirámides de Egipo como patrimonio de la humanidad y como símbolo cultural de los egipcios, pero sería una franca estupidez que alguien pretendiera erigir monumentos semejantes, en la actualidad mediante trabajo esclavo, invocando para ello el ejemplo de las pirámides. Sencillamente, ya no se puede permitir semejante proceder.

¡Es que con estas condiciones ya no es posible un Margules! ¡Un Pablo Picasso! Pues sí, ya no es posible, del mismo modo que ya no es posible una construcción como las pirámides de Egipto, pues ya no es aceptable crear obras a partir de la esclavitud (aunque sin duda sigue sucediendo, tanto fuera como dentro del arte). Los artistas tendrán que buscar otras maneras de hacer sus obras, que en eso radica la originalidad del artista: qué bueno que en su momento hicieron lo que hicieron, los tiempos eran otros. Margules era agresivo y tiránico; además, era un genio. Pero gritar a los actores no garantiza que vaya a salir Cuarteto, una de las puestas en escena más importantes de Margules; como los propios colaboradores del maestro reconoce, los grandes actores que se formaron bajo su látigo (Julieta, Laura Almea, Álvaro Guerrero, entre otros) fueron una excepción… por regla general, aquellos métodos no funcionaban, y hasta mandaron a gente al psiquiátrico.

Para decirlo sin rodeos: si los excéntricos directores de Hollywood (o del teatro mexicano) pierden su creatividad cuando se les dejan de permitir sus caprichos tiránicos… entonces tan genios no eran. Hicieron lo que hicieron, y ahí quedará para la posteridad, y si ya no pueden hacer… será una lástima, pero más para ellos que para la humanidad. Después de todo, también tenemos directores que logran cosas geniales con una actitud dulce, como Peter Brook, así que la violencia no es la fórmula del éxito (tampoco la dulzura lo es: Peter Brook se dulce y empático, pero además es un genio).

El ser humano no está hecho de una sola pieza. Necesitamos una actitud dialéctica que se mueve, sin temer las aporías, entre la estimación global del artista (en el caso que nos ocupa, agresor) y la separación radical de al César lo que es del César: una actitud que permita el juicio jurídico (y sus efectos en la realidad), sin atenuantes, a la vez que juicios de orden estético y ontológico.