Ojos abiertos #20, una columna de María del Rosario Acevedo Carrasco
Si nos remontamos a los orígenes del género del horror, encontraremos que desde sus inicios ha hecho uso de miedos ancestrales y a través de ellos ha creado arquetipos para cumplir con su propósito. Podemos hablar de brujas, vampiros, hombres lobo, zombies e infinitas figuras más, pero una de las más representativas, y quizá de las más complejas por su naturaleza, es la casa embrujada.
La primera novela de horror, El castillo de Otranto de Horace Walpole, sienta las bases para el concepto de casa embrujada, más específicamente castillo embrujado. Pero es un par de años más tarde y en Estados Unidos cuando surge la casa, dada la ausencia de castillos en ese lado del mundo, como un ente que tiene un papel en la historia y no solo como el escenario donde ocurre.
Podemos citar miles de ejemplos de casa embrujada, desde la Hill House de Shirley Jackson hasta el Hotel Overlook de Stephen King, pero sin importar el lugar y tiempo, todas tienen varios aspectos en común. El primero de ellos es la historia, pues suelen ser lugares donde ocurrieron eventos siniestros y que, de alguna manera, guardan registro de ellos y de las personas que habitaron antes ahí; en este contexto, la casa “actúa” como un reflejo de aquello que ha atestiguado y que de ahora en adelante atormentará a los nuevos inquilinos. Muchas veces, los protagonistas no conocen la historia de la casa cuando llegan, lo que genera un ambiente de intranquilidad e incertidumbre al experimentar fenómenos que, a sus ojos, no tienen explicación.
Y hablando de los fenómenos propios de una casa embrujada no terminaríamos, estos van desde apariciones espectrales y objetos que se mueven solos hasta saltos en el tiempo y el espacio dentro de la misma casa. Inicialmente, el desconocer la historia lleva a los protagonistas a ignorar los eventos y buscarles una explicación racional, pero la curiosidad eventualmente los lleva a investigar y descubrir la verdad, permitiéndoles reconocer los fenómenos como tal y alejarse de lo que, ahora saben, representa un riesgo para ellos. Claro que no todos los finales son felices, usualmente los habitantes deben permanecer más tiempo en la casa por motivos externos, o bien la influencia de esta sobre ellos ha sido tal que son incapaces de ver la realidad.
Finalmente, el papel de la casa embrujada al generar miedo se basa en dos premisas: El miedo a lo desconocido y la antítesis del refugio. El miedo a lo desconocido es un elemento común en la tradición estadounidense y no hay mucho que decir más allá del nombre, al encontrarnos en circunstancias donde debemos enfrentarnos a cosas nuevas que nos hacen sentir amenazados, sentimos miedo a modo de mecanismo de defensa; lo desconocido en este caso puede ser la casa per se o algún elemento en ella, ya sea las apariciones, los sonidos, los objetos que se mueven y cualquier otra situación que genere incertidumbre en los personajes. Este miedo va creciendo conforme lo hace la atmósfera del terror y llega al clímax cuando se revela la explicación a todos los eventos paranormales.
La casa embrujada como antítesis del refugio puede sonar como algo más complejo, pero en realidad es bastante simple, pues este arquetipo es contrario al concepto común que tenemos de hogar: El lugar donde deberíamos estar cómodos y seguros, a salvo de cualquier situación o persona que pueda hacernos daño, se convierte en el sitio donde reside el verdadero peligro y donde estamos en un estado constante de amenaza que, además, no podemos comprender. Esta deformación del hogar se ve empeorada por aspectos como la incertidumbre, puesto que muchas veces ni siquiera se tiene certeza de que haya algo mal, o bien, los personajes se niegan a aceptarlo por temor a ver su refugio profanado y con su negación únicamente logran empeorar la situación.
Sí, las casas obscuras y viejas dan miedo, también lo hacen los sótanos, las tuberías que hacen ruido, las apariciones fantasmales y las puertas que se abren sin motivo aparente. Pero el verdadero terror de las casas embrujadas reside en nuestra renuencia a aceptar que el lugar seguro no lo es, que no siempre estar debajo de las sábanas nos protegerá de los monstruos, que a veces el verdadero peligro está en casa y es capaz de llevarnos a la locura.
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