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#PerdidosEnElLaberinto | The trash can of ideology #06

The trash can of ideology #06, una columna de Ángel de León


Se suele pensar en las juventudes del Siglo XXI de dos maneras: o como un montón de bebés quejumbrosos, la “generación de cristal” que no aguanta nada, o como heroicos luchadores sociales, “la generación que va a cambiar el mundo”.

Ambas actitudes nacen de la parcialidad que caracteriza la condición humana. Somos seres finitos e históricos, y a distintos niveles (el de la época, el de la generación, el del individuo), nos vemos limitados en lo que podemos y lo que no podemos ver; todos tenemos puntos ciegos, aunque, en la soberbia que también caracteriza a la condición humana, nos creamos iluminados. Así se sintieron los filósofos de la Ilustración, así se sintió Hegel al describir las aventuras del Espíritu Absoluto, así se sintieron los fundadores de Iglesia: por fin habían alcanzado el colmo del saber, su conciencia abarcaba todos los problemas del mundo y se habían liberado de una época de oscuridad, donde la gente, pobrecita, no se daba cuenta de lo que estaba mal.

Sin duda somos conscientes de problemas ignorados por las generaciones pasadas; la cosa es que se nos olvida que también somos humanos y que también se nos escapan cosas; que en nuestra obsesiva lucha por “dejar de normalizar esto o aquello”, somos tolerantes con cosas igualmente perniciosas que nosotros normalizamos. Cosas por las que, sin duda, dentro de cien o doscientos años (si todavía hay un mundo sobre el que quejarse), las futuras generaciones nos maldecirán.

En este sentido, no somos demasiado diferentes de “la generación de cemento”, a la que le cuesta mucho trabajo renunciar a ciertas actitudes porque, sencillamente, les parece imposible: están tan acostumbrados a ciertas cosas, forman parte a tal grado de su identidad y de su piso cultural, que la sola posibilidad de cuestionarlas es para ellos como si se pretendiera que dejáramos de respirar oxígeno para irnos a vivir bajo el mar. Algo no muy diferente a la época en que a la gente le parecía imposible ir más allá del límite establecido porque la tierra era plana y los barcos se iban a caer.

A nosotros nos pasa algo semejante con las redes sociales. Generaciones más viejas las vieron llegar, se integraron a ellas… pero para nosotros constituyen el aire que respiramos. Sin embargo, como somos una generación muy consciente, compartimos notas en Facebook sobre cómo las redes sociales generan ansiedad y depresión, y también, de vez en cuando, publicamos cosas sobre cómo el mercado y los gobiernos nos monitorean a través de ellas, e incluso, los más osados, sobre cómo nuestros privilegios cibernéticos se sostienen en la explotación de los recursos naturales, ¿o acaso el material que subimos a la nube verdaderamente se almacena en una nube? La saturación del espacio virtual genera contaminación, deshechos, y se sostiene en la explotación (¿o de qué están hechos discos duros y demás?).

La ideología, nos dice Slavoj Zizek, consiste, en nuestros cínicos tempos hipercríticos, en el lema: “sé muy bien lo que estoy haciendo… pero de todos modos lo sigo haciendo”. A diferencia de la “generación de cemento”, nosotros creemos que es posible acabar con el patriarcado y terminar con la opresión; ellos insisten en que “así son las cosas”, “así han sido siempre”, “no se puede uno poner a las patadas con la realidad”. Pero esa misma actitud de dócil sumisión a la “realidad” la mantenemos frente a las redes sociales: estamos conscientes de sus peligros, pero encogemos los hombros… ¿qué se le va a hacer? Ya ni modo, ahí están y no podemos dar marcha atrás.

Hay una lucha que falta en el horizonte de nuestras luchas sociales, tan necesaria como las otras: emanciparnos de la seducción de las redes. Dentro del universo digital, hemos emprendido la edificación de un laberinto, y ya no podemos salir de ahí: un laberinto poblado de minotauros, que en cada esquina nos esperan no para matarnos, sino para aparearse con nosotros y reproducir hasta la náusea su especie maldita. Especie tejida con los discursos de los que tanto nos quejamos: de la depresión y la ansiedad, de la obsesión con los privilegios del otro, de la envidia y los ideales que “hay que dejar de romantizar”.

¿Cómo sería posible escapar del círculo de ansiedad, depresión, conductas autodestructivas y autodevaluación si replicamos los discursos que lo alimentan en nuestro diario bajar por la red? Bien podría definir el scrolling con los versos de Baudelaire: cada día, hacia el infierno, descendemos un paso, / sin horror, a través de las tinieblas que hieden.

Descendemos al abismo de nuestra propia subjetividad, tan deconstruida y consciente, donde nos esperan el minotauro de una sexualidad exhibicionista, obsesiva y atormentada, marcada por los imperativos de consumo con que nos bombardean los medios; lo irónico es que, ahora, estos medios, nosotros mismos los replicamos: ya no es lo que pasa en la TV, es el contenido que nosotros mismos creamos y compartimos. Ahí nos espera el minotauro de las actitudes “tóxicas” con las que los otros, siempre los otros, nos bajan la autoestima, nos critican, nos oprimen… nos ataca desde el post que nosotros mismos compartimos, donde hacemos alarde de nuestro autodesprecio y nuestra propia destructividad, de la que nos podemos purgarnos, porque el juego estético de las redes sociales no es una estética catártica: lejos de liberar las emociones, las alimentamos y cristalizamos en memes y discursos… ¿cómo podremos escapar a esos pensamientos que nos torturan, si en las redes se replican como virus, si a donde quiera que volteamos nos encontramos con el reflejo de nuestra propia depresión?

Escapamos del discurso del amor romántico para darnos de topes contra otro discurso sobre el amor, del que apenas somos conscientes, y que se manifiesta en inocentes juegos donde se espera que una persona en particular responda (que dé like, que comente, que ponga “un punto”, que me haga una pregunta “puerk”), donde se espera la satisfacción de una demanda. ¿Demanda de qué? ¿De amor? ¿De libertad? ¿De reconocimiento?

¿De dónde vendrá el hilo de Ariadna que nos saque del laberinto digital de nuestra subjetividad atormentada, donde alimentamos colectivamente nuestros demonios? Conviene, tal vez, emanciparnos también de esa esperanza: tal vez no haya salida de ese laberinto, pero podemos dejar de correr en círculos apareándonos con minotauros. Acaso detener la proliferación de discursos, detenernos antes de compartir, poner un límite a nuestros impulsos digitales, a la necesidad imperiosa de replicar los discursos con los que pretendemos luchar, sea el único camino para empezar a hacer un uso ético de las redes sociales: uno que no contribuya a alimentar nuestras patologías que, después de todo, le son tan útiles al sistema, a quien siempre le será fácil lidiar con sujetos ansiosos y deprimidos, buenos consumidores de mercancías y de discursos facebookeros.