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Poesía y Humanidades

Teología bisexual | The trash can of ideology #11

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The trash can of ideology #11, una columna de Ángel de León


Para Vale

Entonces, mami, si lo más importante de una persona es su alma y no su cuerpo, ¿no importa si mi alma gemela está en un cuerpo de hombre o de mujer?

No me atreví a hacerle a mi madre esta pregunta en las clases que me daba de religión en la infancia, cuando me explicaba el misterio de la Santísima Trinidad, la encarnación y resurrección de Cristo, el pecado original y, mi historia favorita, la tragedia del ángel caído. Fue en una clase sobre los ángeles que me hice esta pregunta: mamá me explicaba que los ángeles no tienen sexo, lo mismo que nuestras almas. “Cuando te enamores de verdad, te fijarás en el alma de la persona”, me dijo.

No necesito justificar mi orientación sexual. Si resultara que Dios existe y que, en efecto, es pecado toda relación erótica que no sea heterosexual, tendría que disentir con el creador y construir la utopía en el infierno. No creo en la existencia de Dios, pero desde niño he padecido, como Luzbel, la pasión por la metafísica: lo que pensamos sobre el ser determina nuestra experiencia del mundo, y frente a un tiempo secular donde el discurso biologicista y el sociológico se disputan el monopolio del ser, quiero ensayar una reflexión teológica sobre el sexo y el amor.

Si en otros tiempos se temía que la inexistencia de Dios implicaría la imposibilidad del bien, la verdad y el sentido de la vida, en nuestros tiempos progresistas el temor parece ser que, si existen cosas como Dios y el Alma, sería imposible la libertad: es difícil pensar en un Dios feminista que marche el Día del Orgullo y bendiga las relaciones libres. Pero la teología de la liberación, la teología feminista y el feminismo islámico son sólo algunas muestras de que la revolución de las consciencias y la lucha contra la opresión son posibles no sólo contra sino desde la religión.

Y no me refiero con “religión” al discurso de los Providas que defienden los valores familiares en la tierra del feminicidio, ni a la Iglesia que distingue entre la conducta sexual pecaminosa de un pederasta y su condición de sacerdote para encubrirlo. Son instituciones humanas, que han buscado acaparar el monopolio de lo espiritual, contra las que me rebelo en estas líneas, haciendo honor a la metafísica de mi nombre, en que pervive aquel niño pequeño que, mucho antes de sentir la pasión por otros cuerpos, se dio cuenta de la contradicción en que incurría la Iglesia al forzar a los fieles a someter su elección amorosa al requisito de que la otra persona tuviera los genitales contrarios a uno.

¿No es esto, en el fondo, tan superficial, como ponderar la belleza física o el dinero sobre las cualidades del alma? ¿No es atentar contra el alma, contra nuestra esencia angélica, reprimir el curso natural de los afectos que pueden surgir al contacto con otra alma, en la que encontramos aquellas cualidades que nos enamoran? ¿No contradice la heterosexualidad forzada la supuesta espiritualidad de la iglesia?

Por supuesto que, cuando llegué a la adolescencia, me di cuenta de que el cuerpo, y no sólo el alma, determina la elección. Pero es que el cuerpo y el alma no existen por separado; en nuestra locura, como dice Oscar Wilde, los hemos separado, y en eso, y no en la expulsión del Paraíso, radica nuestra caída. En el amor sexual pleno, la excitación, la dulzura, la admiración y el afecto se funden, y en esto reside la metafísica del amor: en la revelación del ser del otro, más allá de lo visible e inmediato. El sentido profundo del amor por el alma sobre el amor por el cuerpo no es que el cuerpo en sí sea prescindible o malo, sino que muchas veces nos negamos a la experiencia del amor con alguien por fijarnos meramente en las apariencias: porque esa persona es muy fea, o muy alta, o muy baja, o muy gorda, o muy flaca, o muy blanca, o muy morena, o muy pobre, o cualquiera de las etiquetas que hemos aprendido en nuestra educación estética y emocional… ¡cuántas veces, llevado por el culto a la imagen, he reprimido esas sensaciones y esos sentimientos, porque esa persona “no era mi tipo”! ¡Cuántas veces le he hecho más caso a las etiquetas, aunque a pesar de ellas, una persona despierte locamente mi deseo!

Es distinta la atracción que se siente por una persona por su imagen, que la atracción que se siente más allá de su imagen, por su mera cercanía. Sin duda aquí entran en juego cuestiones químicas, hormonales, así como la dinámica del inconsciente; acaso, también, el descubrimiento intuitivo del alma de otra alma afín. El hecho es que, en esta dimensión hormonal y psíquica, aparece el aspecto profundo, no evidente, de la consideración por el cuerpo; es en esta dimensión profunda del alma y el cuerpo que se juegan la orientación sexual y el amor.

No podemos elegir a quien amar, pero sí permitirnos y negarnos la experiencia del amor. Podemos reprimir lo que sentimos y huir de la tentación, como el homosexual devoto que se casa con una mujer o el hetero hueco que sólo anda con “chicas guapas”, o la heterosexual banal que no sale con chicos que no tengan coche, o el bisexual que se acepta a medias y no se permite sentir demasiado por los hombres, porque ya decidió, a priori, que sólo andaría con mujeres. Podemos dejar de hablar con una amistad cercana porque tememos cómo crecen nuestros sentimientos, porque no es nuestro tipo, pero nuestro ser profundo, alma-cuerpo, posee inclinaciones irrenunciables, una de las cuales, hoy en día, identificamos como orientación sexual, a través de la cual accedemos tanto a la experiencia sexual como a la experiencia amorosa. Pero siempre es asunto del alma: como decía Aristóteles, el alma es la forma del cuerpo, y no una substancia separada de él, por lo que, en el amor sexual, el cuerpo y el alma se revelan en su plenitud y unidad.

Es igual de absurdo negar el alma que negar el cuerpo: somos seres materiales, somos seres metafísicos; incluso en una relación sexual de una noche, puesto que somos seres completos, cuerpo y alma, siempre al mismo tiempo, hay una dimensión metafísica, que se revela en la orientación sexual. Así pues, es posible un pensamiento cristiano que defienda la libertad sexual, pues en la reivindicación de nuestros deseos profundos, de las inclinaciones del cuerpo y del alma, dejamos de lado las apariencias, como enseñaba Cristo, y nos movemos en el terreno de las esencias últimas: hacer lo contrario es aquella blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12:31).

Los ángeles, sin embargo, diría mamá, libres, ellos sí, de la carne, no tienen deseo sexual. Los bisexuales somos, se podría decir, la versión carnal de los entes angélicos: nos enamoramos, quizás, como lo harían los ángeles si pudieran, sin limitar el deseo al accidente de las gónadas. El espíritu santo está con los bisexuales.