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Una sonrisa no siempre significa felicidad (Ana Karenina, de León Tolstói) | The trash can of ideology #13

The trash can of ideology #13, una columna de Ángel de León


Los otros suelen parecer felices. Al menos en los que, desde la dolorosa conciencia de lo que nos falta, centramos nuestra atención: el chico atlético y seguro de sí mismo que se liga a las chicas populares de la escuela a las que uno ni se atreve a hablarles, o las personas cuyas vidas, de acuerdo con sus páginas de Instagram, consisten en ir al gimnasio y viajar por el mundo, o las que escribían en la arena el mensaje “Quédate en casa”, para subir la foto a sus redes sociales, desde la casa en la playa donde pasaron el aislamiento pandémico, o los mil ejemplos que, desde sus frustraciones personales (ese fecundo campo de la fantasía) pueda aportar el lector.

“Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Así comienza la novela de Tolstói, que nos revela la dialéctica entre esa felicidad aparente y el motivo oculto de la desdicha, no sólo de cada familia, sino de cada individuo de los que pueblan la novela. Así, conocemos primero al conde Vronsky a través de los ojos de Levin, al playboy sin cerebro frente al intelectual atormentado al que le roba la novia, y a la propia Ana Karenina la vemos primero a través de los ojos de Dolly, casada con el mujeriego hermano de Ana, mientras que el marido de ésta es un hombre fiel y dedicado a su trabajo y su familia.

Mediante este procedimiento narrativo, Tolstói construye a sus personajes a partir de la mirada envidiosa de los otros, que siempre recubre los abismos que constituyen cada vida humana a la simplicidad tranquilizadora de una imagen. Tolstói construye esas imágenes solamente para destruirlas, como si, en uno de los numerosos bailes y eventos sociales que suceden en la novela, congelara de pronto la escena y despojara a todos de sus máscaras y adornos hasta dejarlos desnudos; así, páginas después de mostrar a un personaje en su aparente felicidad, nos deja asomarnos a su infierno personal. En términos contemporáneos: Tolstói despliega frente a nosotros el perfil de Instagram de un grupo de gente aparentemente feliz, y luego nos muestra sus miserables vidas.

En tiempos, como los nuestros, obsesionados con la empatía, donde todo mundo se la exige a los otros sin practicarla ellos mismos, donde todos nos precipitamos a emitir juicios categóricos sobre el prójimo, Ana Karenina tiene mucho que decirnos. Su lectura nos enfrenta a la empatía no como concepto, sino como experiencia, una experiencia que puede resultar devastadora, porque implica el vértigo de caer en el abismo del otro, un abismo que nos recuerda siempre al nuestro, pues tan ajeno como nos resulta el infierno de los demás resultaría para ellos el nuestro.

El otro siempre es feliz, el otro siempre tiene lo que nos falta: el problema es que todos estamos en falta, y que si todos los seres felices se parecen es porque en los tiempos de Tolstói, con sus bailes de máscaras, y en el siglo XXI con nuestras redes sociales, la felicidad se ha cristalizado en imágenes prediseñadas. Así, Ana Karenina es la encarnación de los ideales de la sociedad que la rodea: está casada con un hombre irreprochable, con una brillante carrera en ascenso, es guapísima, elegante, culta y experta en todas las artes mundanas, desde elegir un sombrero y mover el abanico hasta mantener una charla ingeniosa en un café. Todas las jóvenes esperan ser un día como Ana, todas las esposas de libertinos envidian su matrimonio, y todos los jóvenes libertinos aspiran a coronar su carrera social con la distinción de un affaire con una señora de tanta categoría… eventualmente, uno de ellos lo logra y, en términos contemporáneos, Ana Karenina termina cancelada, y la mirada envidiosa de los otros empieza a ensayar con su desgracia otras formas de la fantasía: Dolly sueña con ser como ella, con olvidarse de sus hijos y dejar de ser la madre abnegada para vivir la romántica vida de heroína trágica de su cuñada, mientras que las personas que disfrutan con los baños de pureza se regocijan en el escándalo, que reafirma su propia bondad, o tranquilizan a su musa envidiosa con el espectáculo del dolor de un ser cuya buena fortuna parecía desmedida, por lo que su desgracia parece justicia divina: nadie puede, nadie merece, nadie debe ser tan feliz.

Pero si Ana Karenina es un estudio de la mezquindad, ésta tampoco se salva del poder de Tolstoi para desnudar a las cosas y a las personas: la envidia, la mezquindad y la condena emergen, en todos los personajes, de un profundo dolor, que en cada sujeto adquiere una forma distinta, pero que es, en el fondo, lo que nos hermana a todos, la marca de nuestra finitud y nuestra pequeñez, de nuestro deseo de ser comprendidos y aceptados. De ahí la estrechez de mente y corazón que  nos impiden relacionarnos en verdad con el otro: Ana Karenina nunca puede asomarse al infierno personal de su marido, Alexei Alejandróvich Karenin, y éste nunca puede asomarse al infierno de ella, y lo mismo sucede con el resto de los personajes, tan atrapados en el baile de máscaras en que se han convertido sus vidas, que apenas pueden comunicarle al otro siquiera un poco de lo que realmente sienten, quizás porque en el fondo, ellos mismos no lo saben con precisión, tan acostumbrados como están a disimularlo, y aunque lo supieran, si intentaran comunicarlo, lo más probable es que no fueran comprendidos o siquiera escuchados por el otro.

Este sentimiento de incomprensión, este abismo que nos separa de los otros, se hace cada vez más grande en el corazón de Ana, que, aunque lo intenta, no logra nunca que su amante la comprenda. Incapaz de traspasar la cárcel de su epidermis, incapaz de comunicarse de verdad con otro ser humano, Ana se suicida, no sin antes acceder a la verdad oculta detrás de todos sus actos, el último círculo del infierno de su subjetividad: “quisiera ser algo más que una amante que busca desesperadamente sus caricias, pero no quiero ni puedo ser otra cosa”.

El deseo de Ana es imposible de cumplir, pero es también un deseo universal: que en la llama de una pasión inextinguible se disipen las apariencias, los límites y los discursos ajenos, que dejen de importar el mundo y sus leyes, que callen las voces en nuestra cabeza y los demonios nos dejen en paz. Es como si en la entrega absoluta a otro que nos acaricia, pudiéramos, al fin, revelar todo nuestro ser, ése que permanece oculto hasta para nosotros mismos, revelarlo sin consideración con ninguna regla, sin disimular ningún aspecto por el miedo a no ser aceptados, para en ese abrazo trascender, por fin, el tedio y la soledad.

Todos los personajes de Ana Karenina padecen por este impulso, que toma en muchos-sobre todo en las mujeres-, la forma del amor romántico. Quizás no todo el mundo lo pondría en las palabras de Ana; hay seres que, como su marido, no le dan una gran importancia a la vida sexual, pero a todos nos atraviesa el deseo de ser aceptados por lo que realmente somos, y tener una vida más auténtica, intensa y libre, y hay seres que, como Ana, frente a la imposibilidad de esa vida, prefieren acabar con ella, y renunciar al tedio infinito del baile de máscaras.

La lectura no hace necesariamente mejores a las personas, pero tal vez la lectura de Ana Karenina nos ayude a ser más empáticos, a estar conscientes de que, por lo general, lo que vemos en nuestra vida social son máscaras, y que detrás de esas máscaras hay un ser desnudo habitado por deseos tan ominosos como los nuestros y como los de Ana Karenina.