Ojos abiertos #25, una columna de María del Rosario Acevedo Carrasco
Septiembre es mágico, el calor y las lluvias del verano aminoran para dar paso al otoño, el rey de los puntos medios; la vida continúa, pero el color naranja de las hojas le advierte que la época de prosperidad terminó y debe prepararse para el invierno. En México, este mes trae consigo los fantasmas, metafóricos y literales, de un acontecimiento doloroso para la memoria colectiva, de la prueba viviente de que la realidad supera a la ficción.
Cuentan que la noche del 18 de septiembre ocurrió un fenómeno particular: Las gavetas del Servicio Médico Forense estaban vacías. Extrañados, los presentes le preguntaron al médico a cargo qué estaba sucediendo y él respondió que cuando los muertos faltan una noche, es porque el diablo los traerá a ráfagas. Solo unas horas más tarde se cumpliría esta premonición que aún en la actualidad ronda por las facultades de medicina de la ciudad.
A las 7:19 del 19 de septiembre de 1985 la vida en la Ciudad de México fue interrumpida por un terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter y, tras el silencio inicial, el caos habitual fue sustituido por escenas casi apocalípticas. La urbe fue cubierta por una nube de polvo, sumergida en los escombros de los miles de edificios que colapsaron, la pesadilla apenas iniciaba.
Escuelas, oficinas, teatros, televisoras, hoteles y edificios multifamiliares quedaron reducidos a poco más que piedras y varillas, llevándose consigo las vidas de todo aquel que tuvo la mala suerte de cruzarse en su camino. Los colosos de la alameda quedaron a nivel del suelo, el corazón de la ciudad estaba vuelto cenizas.
La visión de las calles llenas de los cuerpos que pudieron ser rescatados es lo suficientemente aterradora, pero en medio de la desesperación y la angustia surgieron historias, quizá como el reflejo preternatural de la catástrofe o como un intento desesperado por desviar la mirada de una realidad dolorosa de ver. Historias de fantasmas, de lamentos, de señales de vida en escombros donde solo pudieron rescatarse cadáveres.
Si abrimos la mente, un desastre de tal magnitud es la receta perfecta para actividad paranormal, se hablaba de personas que aparecían alrededor de los edificios y al poco tiempo sus restos eran recuperados, como si al haber muerto tan repentinamente no hubieran tenido tiempo de asimilarlo y se aferraran a este plano, desconociendo o negándose a su propia muerte. Uno de miles de ejemplos es el llamado bailarín de Tlatelolco, un joven que bailaba en la explanada de la Plaza de las Tres Culturas y después de un rato desaparecía.
Sucedió también que entre los que pedían ayuda desesperadamente, había personas que al poco tiempo desaparecían y eran encontrados bajo los escombros, apareciendo para que sus cuerpos pudieran ser rescatados o para pedir que salvaran a los sobrevivientes del mismo sitio. Dentro de las historias con tinte milagroso que se narran de ese día están las de quienes fueron liberados tras sobrevivir al colapso de alguna estructura, seguramente más de una gracias a una aparición de crisis que trajo la ayuda al lugar adecuado.
La ciudad se sumió en lamentos, rescatistas, personas que apoyaron al traslado de los cadáveres e incluso los empleados de la morgue improvisada en el Estadio del Seguro Social narran haber escuchado las súplicas de ayuda y la desesperación de cuerpos inertes, sin vida. Las huellas de las almas en pena se impregnaron en todos los lugares, tanto que aún hoy se habla de los fantasmas del 85 que siguen sin encontrar descanso. Poco más de diez mil fue la cifra oficial, sumando a los identificados y los desaparecidos, pero quienes lo vivieron en carne propia estiman que las muertes rondan las cuarenta mil personas. Cuarenta mil vidas que terminaron tempestivamente, que despertaron esa mañana sin saber que sería la última y encontraron su final en medio de una catástrofe.
Rafael Pérez Gay, escritor mexicano, dice que somos las ciudades que hemos perdido, y es innegable decir que aquella Ciudad de México que desapareció en 1985 sigue viva en la memoria. Está en todos los que vivieron ese fatídico día hace 36 años y en quienes llevamos la vida entera escuchando sus narraciones, tan crudas y aterradoras que casi nos sentimos transportados a esa ciudad devastada y en ruinas que jamás conocimos; está en el pánico que aparece ante cada movimiento telúrico, por más mínimo que sea; está en cada mes de septiembre, cuando bromeamos sobre un nuevo siniestro mientras que, en el fondo, hacemos una plegaria porque la historia de ese día jamás se vuelva a repetir.
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