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Poesía y Humanidades

Electra, de Eurípides: los hijos de la violación y el homicidio | The trash can of ideology #23

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The trash can of ideology #23, una columna de Ángel de León


En el pensamiento griego arcaico, la moirade cada mortal era algo así como la cruz que le tocó cargar: el cúmulo de circunstancias irrenunciables que no elegimos, pero con las que tenemos que lidiar, como haber nacido en el Siglo XXI y que mi lengua materna sea el español.

La moira de Orestes, condenado a matar a su madre para vengar el asesinato de su padre, es la de haber nacido varón en un mundo patriarcal. El Argos de Eurípides se parece a México: Agamenón ofreció a su propia hija en sacrificio para ganar la guerra, pero el pueblo de todas maneras lo celebra, como hacemos todavía con nuestros grandes machos, cuyos nombres brillan en auditorios, salones de clase y entregas de premios. El pueblo tiene memoria para el crimen de Clitemnestra, pero no para la tumba de Ifigenia, ni para el asesinato de Casandra, en la que Clitemnestra, en la versión de Eurípides, sacia sus celos y su odio por ser más joven y bonita, y haberle robado a su hombre. Ifigenia y Casandra son cuerpos sin importancia, y la propia Clitemnestra, al igual que Electra, se convierte en portavoz del orden patriarcal. Como ha señalado Rita Segato, este orden, con el mandato de masculinidad que pesa sobre los varones, “a veces está encarnado por mujeres”.

Orestes no quiere cumplir con el mandato, no quiere obedecer al oráculo. Manifiesta su deseo de ser otro disfrazándose de forastero, y hasta el último momento intenta disuadir a Electra de cometer el crimen. Para revelar la identidad de Orestes es necesaria la intervención del viejo ayo de Agamenón; antes de su llegada, Orestes disfruta de la hospitalidad de su hermana y su cuñado, liberado, momentáneamente, de la moira cifrada en su nombre. Sorprendido frente a la docilidad del marido de Electra, de quien, como él mismo relata, otros dicen que “es tonto por tener una muchacha en su casa y no aprovecharse de ella”, Orestes, cuya identidad todavía es un secreto, dice este fascinante monólogo:

ORESTES. – ¡Ah! En lo tocante a nobleza ninguna señal es inequívoca. Y es que la naturaleza humana está en confusión. He visto a hijos de padre noble que nada son y a hijos de villanos que son hombres excelentes; he visto la miseria en el corazón de un rico y un alma grande en el cuerpo de un pobre. ¿Cómo, entonces, se puede juzgar distinguiendo rectamente entre una y otra cosa? ¿Acaso por la riqueza? Mal juez para servirse de él. ¿Entonces por la pobreza? Pero es que la pobreza comporta una tara y enseña a un hombre a ser malo por culpa de la necesidad. ¿Tomaré en consideración acaso las armas? Nadie puede testificar quién es valiente si está concentrado en la lucha. Lo mejor es dejar estas cosas abandonadas al azar. He aquí a un hombre que se ha revelado excelente sin ser grande en Argos ni orgulloso de la reputación de su familia. Un hombre que pertenece a la mayoría. ¿No vais a entrar en razón los que andáis por ahí llenos de prejuicios hueros? ¿No vais a juzgar a un hombre noble por el trato y por su forma de ser? Hombres como éste gobiernan bien los Estados y sus casas; en cambio esos cuerpos vacíos de juicio son adornos del ágora. Tampoco es cierto que un brazo fuerte aguante la lanza mejor que uno débil. La entereza reside en la naturaleza y en el valor.

Orestes no sólo sueña con otra vida, con otra moira: implícitamente afirma nuestra libertad frente a la moira, aunque no es capaz de asumir plenamente esta libertad, trágicamente cegado a las implicaciones de su propio discurso, a sus propias ambigüedades. Orestes se ve brevemente liberado de la presión de su moira, pero sólo mientas juega el papel de forastero: sólo puede disfrutar la libertad como fantasía. Como ha señalado Pinkler, para el pensamiento griego la moira no se oponía a la libertad, lo que hacemos con la moira es expresión de nuestra daimon, nuestro carácter: “Bancate la que te tocó”, es la sabiduría de la moira. Por eso, Platón en el fin de la República presenta el mito de Er el Panfilio, en el que se Indica que cada uno elige su moira, cosa de que uno no pueda protestar acerca de que la culpa la tiene el otro, y sólo queda hacerle frente a su parte”. Eurípides, el amigo de Sócrates, el poeta trágico de la decadencia ateniense, del cuestionamiento y la reinvención de los valores, expresa en la actitud de Orestes un discurso cuyo potencial emancipador el personaje es incapaz de oír: Orestes, poseído por la hybris, “el supremo desconocimiento de su condición humana”[1], no acaba de creer ser el mismo “un hombre que pertenece a la mayoría”; él no, no es cualquiera, es el hijo de Agamenón y, lo más importante, el hermano de Electra, el que ha de responder a la demanda de amor de esa mujer, trágicamente identificada con los valores de la cultura patriarcal. Orestes decide “estar a la altura de su moira”, y es en esta ofuscación que provoca su propia destrucción. Por eso, aunque el orden patriarcal aparezca en esta tragedia encarnado por Electra, Orestes no está libre de responsabilidad: el amargo juicio de la tragedia no permite ese consuelo. Electra, frente al forastero, declara que “es un baldón que su padre haya destruido a los Frigios y que él no sea capaz de matar a un solo hombre, joven como es y nacido de mejor padre”. Es ella quien encarna el mandato de masculinidad, quien interpela a Orestes con las órdenes del oráculo: pero Orestes decide responder. Ambos personajes se ponen a la altura de su moira, son los perfectos hijos de Agamenón y Clitemnestra, los perfectos hijos de la violación y el homicidio, que acaban por replicar la violencia por la que tanto han sufrido, y que provoca su destrucción, aunque Orestes sueña con un mundo diferente y Electra invoca a la justicia, el amor y la piedad. Pero el gesto emancipatorio de Eurípides sobrevive: el espectador, frente a la destrucción del personaje trágico, acaso pueda purgarse de sus propios afectos destructivos. La anagnórisis (reconocimieno), puede o no ocurrir en el personaje, que a fin de cuentas carece de la distancia que nos brinda el teatro para contemplarnos, en el otro, a nosotros mismos: la anagnórisis, en última instancia, es privilegio del espectador. El personaje trágico es trágico para que no tengamos que ser trágicos nosotros.


[1] Norma Lojero, en El interludio de la obstinación: una limitante para ver al otro